Respirar
Los ciudadanos somos víctimas de nosotros mismos
Unos pocos metros separan mi casa, pegada a los cerros, de la carrera séptima de Bogotá, una de las principales arterias de esta ciudad. Distancia suficiente para que cambie el aire. Piso la destartalada acera y siento la pesadez del humo, un fuerte olor, lágrimas en los ojos, picor en la garganta. Y solo han pasado 10 minutos desde que salí del portal. Aquí no se controla la circulación de coches viejos. Tampoco se revisan los autobuses públicos o, en una definición más precisa, chimeneas de cuatro ruedas. El transporte pesado circula por la ciudad sin restricciones. Los ciudadanos somos víctimas de nosotros mismos. Del alcalde que no aplica la ley y del vecino que se deja el civismo y la conciencia social en el descansillo antes de salir a la calle cada día.
Al ver la boina de contaminación sobre mi ciudad, Madrid, me trago mis palabras de la misma manera que consumo cada día dióxido de nitrógeno. ¿Cómo le digo ahora a los bogotanos que en el sitio donde nací y me he criado he visto mejorar el transporte público y ampliarse los carriles para bicicleta? ¿Cómo defiendo los coches y motos eléctricas que vi circulando por el centro este verano? ¿Cómo les repito que el metro de Madrid es mejor que el de París o el de Nueva York?
Tendré que optar por cerrar la boca y seguir con la nariz tapada, como cuando camino por la carrera séptima, o por la Caracas, o por la 11 de Bogotá. Arrepentida de todas esas veces que me dio pereza volver a casa en transporte público.
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