Margaret Atwood: “Me gusta alternar entre vieja bruja y anciana sabia”
Eterna candidata al Premio Nobel y ecologista comprometida, esta autora canadiense de 78 años vive un renacer inesperado con la adaptación de sus historias en series de televisión. Prolífica —tiene más de 50 libros— y polifacética —ha escrito ensayo, novela, poesía o cómic—, su ficción especulativa de 'El cuento de la criada' y su novela 'Alias Grace', basada en hechos reales, tienen ahora incluso más vigencia que cuando fueron creadas, hace décadas.
SOMOS LO que recordamos o lo que olvidamos? Un médico se lo pregunta a la prisionera de la novela Alias Grace, que estos días regresa a las librerías españolas de la mano de la editorial Salamandra. Tras el triunfo en los Emmy de El cuento de la criada, convertido en serie de televisión, su autora, Margaret Atwood (Ottawa, 1939), ha visto cómo también esta otra obra, basada en un caso real —el testimonio de una joven acusada de asesinato en el siglo XIX—, pasaba a la pequeña pantalla. Tal vez porque plantea que la verdad puede estar más en el gris que en el blanco o el negro, la novela tiene un mensaje actual. Tras hacerse con el Booker (2000) o el Príncipe de Asturias (2008), Atwood ha recibido en Fráncfort el Premio de la Paz del Gremio de Libreros alemanes. Allí concede esta entrevista. Con 78 años, viaja sola. Y explica con humor su mayor preocupación como ser humano: la destrucción del planeta a manos de nuestras peores costumbres.
Su fama se ha extendido de los libros a las pantallas. ¿Es lo mismo un lector que un espectador? En absoluto. Una novela es lo más cerca que puedes llegar a estar del interior de la cabeza de otra persona. El cine o la televisión te involucran, pero lo que ves es una actuación. Con la novela, estás en la acción.
¿Se puso como reto probar todos los géneros? Nadie me dijo que no pudiera hacerlo. En mi juventud no había cursos para escritores. Creo que si vas a uno te aconsejan que te especialices, pero no fue mi caso. Simplemente he escrito lo que he querido. Creé ficción, poesía, ensayo, teatro y dibujé cómics siendo una adolescente. Lo sigo haciendo. Canadá, en los años cincuenta, era un país con pocos escritores. Algunos de los más célebres ni siquiera se publicaban allí. Disfruté probando lo que había disfrutado como lectora.
¿Limitarse a un género la hubiera fortalecido como autora? Entonces no. Era muy difícil publicar una novela. La mayoría escribíamos poesía.
Atwood se ha cansado de decir que no escribe distopías —mundos imaginarios indeseables—, sino ficción especulativa —relatos imaginarios basados en hechos reales, no en marcianos, y que, por lo tanto, podrían suceder—.
¿De dónde saca esas ideas? De lo más oscuro de la realidad.
¿Tiene equipo de documentalistas? Solo cuando escribí Alias Grace, basada en un caso real. Hago lo demás sola, incluida la parte científica. Crecí rodeada de científicos.
Carl Atwood, padre de la escritora, era entomólogo. Una investigación sobre insectos vitales para el paisaje canadiense al norte de Quebec lo salvó de participar en la Segunda Guerra Mundial e hizo que Margaret y su hermano mayor, Harold —su hermana Ruth es mucho más joven—, pasaran su infancia en el bosque, “mi ciudad natal”. “No fui al colegio hasta que cumplí 13 años. Mi madre —Margaret Killam, que era dietista— conseguía los libros y nos enseñaba la lección”. Esa infancia de libertad y aislamiento explica que el paisaje sea con frecuencia un personaje más en sus libros. También que ella hable de él como de su casa.
¿Cuánto influyó en Alias Grace la información que aportan los documentalistas? Leímos todo lo publicado sobre Grace Marks: libros, actas y periódicos. Y la suma de esa información era contradictoria, lo que, naturalmente, la hizo aún más interesante. Cuando te basas en hechos reales no puedes alterar ni una descripción. Escribí una escena en la que uno de los protagonistas era testigo del ahorcamiento del otro. Al comprobar que eso no pudo ocurrir, tuve que reescribirlo.
La editorial Salamandra ha recuperado esa novela y Netflix la ha convertido en serie de televisión. ¿Dónde reside su vigencia? Tiene el tiempo como marco, no como contenido. La serie también es buena. El espectador no sabe si la actriz está mintiendo o no. Lo borda.
“Una novela es lo más cerca que puedes llegar a estar del interior de la cabeza de otra persona. En el cine o la televisión ves actuación; con el libro, estás en la acción”.
Describe la inmigración durante el siglo XIX. ¿De dónde llegó su familia a Canadá? La respuesta corta es que a todos los echaron de sus respectivos países. Algunos puritanos llegaron de Inglaterra. Eligieron la religión equivocada. Lo mismo que mis antepasados franceses, hugonotes expulsados. También había familia desterrada de Escocia y galeses, que no fueron expulsados, pero llegaron por necesidad económica. Tras asentarse en Nueva Inglaterra, en la revolución americana también escogieron el lado equivocado. No tengo un historial muy bueno. A lo mejor por eso soy tan inconformista.
El cuento de la criada habla del peligro de la realidad bajo la modernidad. ¿Qué debemos hacer para que el progreso sea verdaderamente evolutivo? El progreso solo puede significar una cosa: que la gente sea tratada de manera justa y equitativa. No parecemos avanzar por ese frente, aunque sí lo hemos hecho durante décadas, si no, usted y yo no estaríamos aquí sentadas. En 1845 usted no hubiera tenido trabajo y yo no hubiera sido escritora.
¿Augura un retroceso? Generalmente, cuando un segmento de la sociedad consigue ciertos derechos, otro quiere privarlo de ellos. Ahora mismo ocurre en Estados Unidos, en el ámbito de los derechos de la gente que no es blanca. No hablo solo de los negros, también los mexicanos y quienes no son percibidos como parte de la cultura predominante pierden derechos. Si no pueden quitarles el derecho a votar —como han intentado ya—, los privarán de otra manera. Dictaminarán que quien haya tenido una condena penal no puede votar y arrestarán a la gente para evitar que voten. Eso se llama Estado policial. Cuando los policías se convierten en jueces y ejecutores, uno vive en un Estado policial.
¿Eso sucede hoy en Estados Unidos? Sucede para algunas personas que viven en Estados Unidos. No para todos los ciudadanos norteamericanos.
¿Cómo remediarlo? Diciéndolo: vivimos en un Estado policial. ¿Es ahí donde queremos quedarnos? En casi cualquier país del mundo hay un grupo que no recibe el mismo trato que el resto. Los defensores de esta situación argumentan que la gente no se esfuerza si no obtiene beneficios por ganar mucho dinero. Y eso pudo ser cierto en algún momento, pero ahora, en Estados Unidos, existe una élite hereditaria que actúa contra la meritocracia.
¿Ocurre lo mismo en Canadá? No. Proporcionalmente, tenemos muchos más inmigrantes recientes y una población indígena mayor. Estados Unidos se metió en guerras de exterminio durante el siglo XIX. No se pueden llamar de otra manera. Sobre todo en California, tenían orden de limpiar el Estado de indígenas.
¿En Canadá no? Allí no se metieron en guerras de exterminio. Por eso hoy hay proporcionalmente más indígenas en Canadá y controlan más parte del territorio. Son clave en las negociaciones y en la toma de decisiones. Sería muy estúpido que alguien pretendiera hacer algo en su territorio sin consultarlos. Canadá, además, es un país multilingüe. Tenemos dos idiomas oficiales que, en realidad, deberían ser tres. El tercero debería representar a los indígenas.
En el anuario de su instituto declaró que su ambición era escribir “la gran novela canadiense”. ¿La ha escrito? No creo que haya escrito solo una [risas].
Otro canadiense, Alberto Manguel, asegura que allí la gente en lugar de cuestionarse ¿quién soy? se pregunta… ¿Dónde es aquí? Sí, es una cita de Northrop Frye.
¿Cómo se consigue que todo un país se perciba como amable? No todos los somos. No hay ningún grupo de seres humanos en el que todos sean amables.
¿Más amables que en otros países? Puede ser porque somos tantos grupos que en Canadá uno tiene que sentarse y dialogar. Tenemos un chiste: en un camino hacia el cielo hay una señal doble. Un lado indica “Al cielo”, el otro, “Mesa redonda sobre el cielo”. Todos los canadienses elegimos el debate.
Eso presupone un alto nivel de civismo: tienen que sentir que sabrán expresarse y pensar que sus argumentos serán tenidos en cuenta. Sabemos que las decisiones se pactan, que son más firmes cuando nadie queda excluido. Y eso se consigue dialogando. Hay culturas del yo y culturas del nosotros. Las del yo son individualistas, como Estados Unidos. Canadá es una cultura colectiva.
En sus escritos la educación no es nunca un cheque en blanco. Tiene muchos médicos estúpidos. Qué interesante. Puede que sean más obtusos que estúpidos. No hay peor necio que un necio instruido. Una educación en el reino de los hechos no prepara necesariamente para el reino del género humano.
¿Qué educa en el género humano? En parte el temperamento y en parte las experiencias.
¿Qué tipo de experiencias? Las malas. Hay un dicho: “El buen juicio viene de la experiencia. La experiencia viene de los malos juicios”. Por desgracia, es cierto.
¿Cómo educa uno a un hijo tras una infancia como la suya? Nuestra hija viajó con nosotros. Habla francés, alemán e italiano con acento de Umbría.
Hay consenso en el mundo literario en que su marido, el escritor Graeme Gibson, ha sido un marido perfecto. ¿Usted es buena esposa? No.
¿…? Supongo que no he sido muy mala, pero no soy la idea estándar de esa figura. Vivimos en una granja durante 10 años. Y entonces sí cociné e hice conservas…, pero ya no. No somos modélicos, pero siempre hemos dividido el trabajo.
¿Eso no le parece modélico? Nos servía a nosotros. Cada uno hacía lo que le apetecía. No lo partíamos.
Es muy activa en Twitter. ¿Internet dará poder a los desprotegidos o perpetuará a los poderosos? Ya ha logrado dar voz y organizar a mucha gente. Como cualquier invención humana, tiene una parte positiva, otra negativa y una más inesperada. Si alguna de esas partes se acentúa y se convierte en un arma negativa —digamos con rusos manipulando los resultados electorales—, está por ver. En cualquier caso, las redes no tienen ya el carácter utópico que buscaban quienes las crearon, cuando querían comunicar a todo el mundo.
¿La relación con la naturaleza es también una educación? La naturaleza no es algo que está ahí fuera. La naturaleza somos tú y yo. Es tu cuerpo físico, el aire que respiras y el agua que estás bebiendo ahora mismo. Todo eso es la naturaleza. Destrozarla es destrozar la humanidad. Si la naturaleza se va, nos vamos todos.
¿El cambio climático es su principal preocupación? Déjeme que se lo resuma mucho: si los océanos se mueren, dejaremos de respirar. Porque son los que hacen posible el oxígeno del aire. Esa es la parte a la que no prestamos atención. Somos conscientes de que las inundaciones y los veranos eternos pueden ser causados por el cambio climático. Sin embargo, no conseguimos pensar a largo plazo. Hacerlo exige unión, acuerdos, diálogo. Cuando hayamos sido capaces de preservar la atmósfera, tal vez consigamos que todo el género humano sea humano.
¿Qué hace usted para no contribuir a que nos quedemos sin oxígeno? No tenemos coche, usamos el transporte público o caminamos. Necesitamos un inventor con la suficiente audacia para convertir todo el destructivo plástico del océano en un material constructivo. Sería un buen material porque admitiría capas de aire que servirían para mejorar el aislamiento.
“La naturaleza no es algo que está ahí fuera. Es tu cuerpo, el aire que respiras, el agua que bebes. Destrozar la naturaleza equivale a destrozarte”.
Se le va la cabeza imaginando soluciones. Eso es algo habitual en su ficción especulativa, una característica del género que roza lo posible. ¿La sobreexposición informativa ha hecho que seamos más o menos crédulos? Cuando escribí El cuento de la criada no había libros sobre distopías. Eso llegó más tarde, tras el 11 de septiembre. Hubo un momento, en los cuarenta y los cincuenta, en que abundaron. El siglo XIX, en cambio, estuvo plagado de utopías. Realmente creían que el progreso era inevitable. Luego, tras la Primera Guerra Mundial, aparecieron grandes dictadores y se hizo difícil escribir una utopía convincente y más fácil escribir una distopía creíble. Por eso hubo tantas. El gran miedo de los cincuenta era explotar con una bomba atómica. En los setenta, recuperamos la utopía, aplicada al mundo de la mujer y a la manera de pensar en los géneros como algo menos fijo. En los ochenta, todo eso se había acabado. En los noventa, la Guerra Fría había terminado y la distopía dejó de ser un género. Ahora, la urgencia por hacer algo contra el cambio climático y por reflejar la inestabilidad social las ha vuelto a hacer necesarias.
Se ha cansado de repetir que el feminismo es la equidad, no la venganza. ¿Por qué un personaje femenino inteligente se percibe como un peligro? Supongo que se retrotrae a que nadie quiere describir una madre que dé miedo. Cuando eres una persona mayor puedes elegir. Puedes ser una vieja bruja malvada o una anciana sabia. A mí me gusta alternar. Un vecino mío abogado me vio en otoño barriendo las hojas del jardín y me advirtió:
—Margaret, no deberías hacer eso.
—¿Qué quieres decir, Sam?
—No deberías estar ahí fuera con la escoba. ¿No sabes que te llaman la bruja malvada del barrio?
¿Qué le contestó? Le pregunté si no sabía que el miedo genera más respeto que el amor. No está mal dar un poco de miedo.
Suele decir que si el mundo te trata bien terminas por pensar que lo mereces. Eso siempre es verdad.
¿A usted la ha tratado bien? Sí, pero soy canadiense. Nunca nos permitimos pensar que lo merecemos.
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