Maldita profecía
E N LA PRIMAVERA de 1984 empecé a escribir una novela que inicialmente no se iba a llamar El cuento de la criada. La escribía a mano, casi siempre en unos cuadernos de papel pautado amarillo, y luego transcribía mis casi ilegibles garabatos con una gigantesca máquina de escribir alquilada, con teclado alemán.
Llevaba uno o dos años evitando enfrentarme a esa novela. Me parecía un empeño arriesgado. Había leído a fondo mucha ciencia-ficción, ficción especulativa, utopías y distopías, desde la época del instituto, allá por los años cincuenta, pero nunca había escrito un libro de esa clase. ¿Sería capaz?
En 1984, la premisa principal parecía –incluso a mí– más bien excesiva. ¿Iba a convencer a los lectores de que en Estados Unidos se había producido un golpe de Estado que había transformado la democracia liberal existente hasta entonces en una dictadura teocrática que se lo tomaba todo al pie de la letra? En el libro, la Constitución y el Congreso ya no existen; la República de Gilead se alza sobre los fundamentos de las raíces del puritanismo del siglo XVII, que siempre han permanecido bajo la América moderna que creíamos conocer.
En la novela, la población se está reduciendo a causa de la contaminación ambiental, y la capacidad de engendrar escasea. Como en los regímenes totalitarios –o en cualquier sociedad radicalmente jerarquizada–, la clase gobernante monopoliza todo lo que tenga algún valor y la élite del régimen se las arregla para repartirse las hembras fértiles como Criadas. Esto tiene un precedente bíblico en la historia de Jacob, sus dos esposas, Raquel y Lía, y las dos criadas de estas. Un hombre, cuatro mujeres y doce descendientes que las criadas no podían reclamar. Pertenecían a las esposas.
A lo largo de los años, El cuento de la criada ha adoptado muchas formas distintas. Se ha traducido a 40 idiomas, o tal vez más. En 1989 se adaptó al cine. Ha sido una ópera y también un ballet. Se está haciendo con ella una novela gráfica. Y pronto se estrenará una serie de televisión.
Participé en el rodaje de esta última con un pequeño cameo. Se trata de una escena en la que las Criadas recién reclutadas se ven sometidas a un lavado de cerebro, al estilo de los que practicaba la Guardia Roja. Tienen que aprender a renunciar a sus identidades anteriores, a asimilar el lugar y las obligaciones que les corresponden, a entender que no tienen ningún derecho verdadero, pero que obtendrán protección hasta cierto punto, siempre y cuando sean capaces de amoldarse y a tenerse en muy baja estima para aceptar el destino que se les adjudica sin rebelarse ni huir.
Las Criadas están sentadas en corro, mientras las Tías, equipadas con sus aguijadas eléctricas, las fuerzan a participar en lo que ahora –no así en 1984– se denomina “la deshonra de las zorras” contra una de ellas, Jeanine, a quien se obliga a relatar la violación en grupo que sufrió en la adolescencia. “Fue culpa suya, ella los provocó”, canturrean las otras Criadas.
Aunque solo era una serie de televisión, la escena me produjo una horrenda perturbación. Se parecía mucho, demasiado, a la historia. Sí, las mujeres se unen para atacar a otras mujeres. Sí, acusan a las demás para librarse ellas: lo vemos con absoluta transparencia en la era de las redes sociales, que tanto favorecen la formación de enjambres. Sí, aceptan encantadas situaciones que les conceden poder sobre otras mujeres, incluso –y hasta puede que especialmente– en sistemas que por lo general conceden escaso poder a las mujeres: sin embargo, todo poder es relativo y en tiempos duros se percibe que tener poco es mejor que no tener ninguno. Algunas de las Tías que ejercen el control son verdaderas creyentes y consideran que hacen un favor a las Criadas: al menos no las han mandado a limpiar residuos tóxicos; al menos, en este nuevo mundo feliz, no las viola nadie, o no exactamente, o por lo menos quien las viola no es un desconocido. Entre las Tías hay algunas sádicas. Otras son oportunistas. Y se les da muy bien tomar algunos de los reclamos favoritos del feminismo de 1984 –como las campañas contra la pornografía y la exigencia de mayor seguridad ante los asaltos sexuales– y usarlos en su propio beneficio. Como decía: la vida real.
Lo cual me lleva a las tres preguntas que me plantean a menudo. La primera: ¿El cuento de la criada es una novela feminista? Si eso quiere decir que es un tratado ideológico en el que todas las mujeres son ángeles o están victimizadas y por tanto han perdido la capacidad de elegir moralmente, no. Si quiere decir que es una novela en la que las mujeres son seres humanos y además son interesantes e importantes y lo que les ocurre es crucial para el tema, la estructura y la trama del libro… Entonces, sí. En ese sentido, muchos libros son “feministas”.
¿Por qué son interesantes e importantes? Porque en la vida real las mujeres son interesantes e importantes. No son un subproducto de la naturaleza, no representan un papel secundario en el destino de la humanidad, y eso lo han sabido todas las sociedades. Sin mujeres capaces de dar a luz, la población humana se extinguiría. Por eso las violaciones masivas y el asesinato de mujeres, chicas y niñas ha sido una característica común de las guerras genocidas, o de cualquier acción destinada a someter y explotar a una población. El control de las mujeres y sus descendientes ha sido la piedra de toque de todo régimen represivo de este planeta. Napoleón y su “carne de cañón”, la esclavitud y la mercancía humana, una práctica eternamente renovada: ambas encajan aquí. A quienes promueven la maternidad forzosa habría que preguntarles: Cui bono? ¿A quién beneficia? A veces a un sector, a veces a otro. Nunca a nadie.
La segunda: ¿El cuento de la criada es una novela en contra de la religión? De nuevo, depende de lo que se quiera decir. Es verdad, un grupo de hombres autoritarios se apoderan del control y tratan de instaurar una versión extrema del patriarcado en la que a las mujeres (como a los esclavos americanos del siglo XIX) se les prohíbe leer. Es más, no pueden tener ningún control sobre el dinero, ni trabajar fuera de casa. El régimen emplea símbolos bíblicos, como sin duda haría cualquier régimen autoritario que quisiera tomar Estados Unidos.
EL CONTROL DE LAS MUJERES Y SUS DESCENDIENTES HA SIDO LA PIEDRA DE TOQUE DE TODO RÉGIMEN REPRESIVO.
Las vestiduras recatadas de las mujeres en Gilead proceden de la iconografía religiosa occidental: las Esposas llevan el azul de la pureza, de la Virgen María; las Criadas van de rojo por la sangre del alumbramiento, pero también por María Magdalena. Además, el rojo es más fácil de ver si te da por huir. Muchos regímenes totalitarios han recurrido a la vestimenta –tanto prohibiendo unas prendas como obligando a usar otras– para identificar y controlar a las personas –pensemos en las estrellas amarillas, y en el morado de los romanos–, y en muchos casos se han escudado en la religión para gobernar. Así es mucho más fácil señalar a los herejes.
En el libro, la religión dominante se ocupa de alcanzar el control doctrinal y consigue aniquilar las denominaciones religiosas que nos resultan familiares. Igual que los bolcheviques destruyeron a los mencheviques para eliminar la competencia política, y las distintas facciones de la Guardia Roja luchaban a muerte entre ellas, los católicos y los baptistas se convierten en objeto de identificación y aniquilación. Los cuáqueros han pasado a la clandestinidad y han montado una ruta de huida a Canadá. Así que el libro no está en contra de la religión. Está en contra del uso de la religión como fachada para la tiranía: son cosas bien distintas.
¿El cuento de la criada es una predicción? Es la tercera pregunta que suelen hacerme, cada vez con mayor frecuencia, a medida que ciertas fuerzas de la sociedad norteamericana se hacen con el poder y aprueban decretos que incorporan lo que siempre habían dicho que querían hacer, incluso en 1984, cuando yo empezaba a escribir la novela. No, no lo es. Digamos que es una antipredicción: si este futuro se puede describir de manera detallada, tal vez no llegue a ocurrir. Pero tampoco podemos confiar demasiado en esa idea bien intencionada.
El cuento de la criada se nutrió de muchas facetas distintas: ejecuciones grupales, leyes suntuarias, quema de libros, el programa Lebensborn de las SS y el robo de niños en Argentina por parte de los generales, la historia de la esclavitud, la historia de la poligamia en Estados Unidos… La lista es larga.
Pero queda una forma literaria a la que no he hecho mención: la literatura testimonial. Defred registra su historia como buenamente puede; luego la esconde, con la confianza de que, con el paso de los años, la descubra algún ser libre, capaz de entenderla y compartirla. Es un acto de esperanza: toda historia presupone un futuro lector. Robinson Crusoe llevaba un diario. También Samuel Pepys, Roméo Dallaire o Ana Frank.
Tras las recientes elecciones en Estados Unidos, proliferan los miedos y las ansiedades. Da la impresión de que las libertades civiles básicas están en peligro, también muchos de los derechos conquistados por las mujeres a lo largo de las últimas décadas, incluso a lo largo de los siglos pasados. En este clima de división, en el que parece estar al alza la proyección del odio contra muchos grupos y extremistas de toda denominación manifiestan su desprecio hacia las instituciones democráticas, contamos con la certeza de que, en algún lugar, alguien –mucha gente, me atrevería a decir– está anotando todo lo que ocurre a partir de su propia experiencia. O quizá lo recuerden y lo hagan más adelante, si pueden.
¿Quedarán ocultos y reprimidos sus mensajes? ¿Aparecerán, siglos después, en una casa vieja, al otro lado de un muro?
Mantengamos la esperanza de que no lleguemos a eso. Yo confío en que no ocurra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.