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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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Bogotá tiene un mercado para las hierbas

Aquí huele a campo después de la lluvia, a herbolario, a cocina antigua…

Jairo Vaquero tiene un puesto casi en el centro de la plaza del mercado.
Jairo Vaquero tiene un puesto casi en el centro de la plaza del mercado.I. M.

Llegadas las cuatro de la madrugada, Bogotá es una ciudad tranquila. Hay pocos vehículos por la calle y aun menos peatones. Hasta que te acercas al encuentro de la Carrera 25 con la Calle 22, donde se marca una de las entradas al que muchos conocen como Mercado Samper Mendoza, aunque sobre todo le dicen Mercado de hierbas o, por su nombre formal, Mercado nacional de hierbas medicinales, aromáticas y esotéricas. Tampoco es que haya mucha gente por las calles que lo rodean, aunque las camionetas y furgones aparcados a su alrededor indican un plus de actividad, confirmada por los cargadores que llevan fardos sobre la espalda, pero lo que realmente llama la atención es el fragor aromático que estalla a su alrededor. El barrio duerme invadido por un revoltijo de olores que se me antoja increíble. Nunca había sentido algo así. La mezcla es fascinante y ninguno sobresale sobre el resto. Aquí huele a campo después de la lluvia, a herbolario, a cocina antigua... a casi todo lo que puedas imaginar.

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Cuando te acercas, algunos olores se separan del resto, definiendo sus dominios. El de la hierbabuena criolla está entre ellos. Me engancha como un imán para arrastrarme al puesto de Jairo Vaquero, casi en el centro de la plaza del mercado. Hay algunos puestos estables, pero no se ven muy activos, el movimiento se concentra entre los fardos que se apilan en el gran espacio central. Es la madrugada del viernes y la ceremonia se repite dos veces por semana, la noche del lunes y la del jueves. Esos días, el mercado abre de ocho de la tarde a diez de la mañana siguiente, pero es poco antes del alba cuando vive su esplendor.

Jairo se presenta como un pionero. Su padre, Ramón Vaquero, empezó hace 50 años abriendo una tienda en Chipaque, donde ofrecía lo que cultivaba y algunas cosas más que traía de fuera. Me cuenta que los vecinos le criticaban; nunca se había visto una idea así. Hoy, este pueblo cercano a Bogotá dedica 500 hectáreas al cultivo de hierbas. Me hablan de 200 0 300 vendedores instalados en el mercado y la mayoría procede de Chipaque. Es un negocio en alza: también venden directamente a industrias farmacéuticas y de cosméticos. Una parte importante toma el camino de la exportación.

La hierbabuena de Jairo está plagada de florecitas moradas. Dice que no es fácil conseguirlo: "Solo se les da a los que tienen mucha suerte". Encuentro alguna albahaca en flor y una variedad de salvia, también florecida en azul. Es más amarga de la que conozco y le adjudican propiedades curativas. Disfruto la compañía de Eduardo Martínez, el cocinero de Mini-Mal, un profesional bogotano particularmente comprometido con la recuperación y puesta en valor de los productos tradicionales del país. Me hace de guía, pero la oferta es tan descomunal que preguntamos sin parar hasta conseguir asociar nombres a formas, colores y sobre todo usos. Cada hierba tiene una referencia. La altamisa debe dejarse bajo los colchones para espantar las pulgas, la huasca es buscada para el ajiaco de Navidad y la destrancadera resuelve asuntos estomacales. Y tras ellas van apareciendo el ajenjo y la ruda, la manzanilla, la mejorana y el poleo, la verdolaga y las flores de caléndula, la borraja, el romero y el cedrón. Más allá se hacen notar la hoja del tabaco con unos cientos más. La mayoría son hojas de tierra fría, pero también vienen productores de tierras cálidas que venden y compran para llevar lo que escasea en sus propios mercados.

Encuentro a Olga en un puesto mucho más chico que su conocimiento. Recomienda la mora de agua para la tos, el orozuz para la gripe, el tote, que viene a ser una variedad de saúco, también para la tos, y así sucesivamente. Le pregunto dónde pasa consulta y se ríe, pero lo cierto es que veo cerrar muchas ventas para abastecer puestos esotéricos o de chamanería y pocas destinadas a las cocinas de la capital. Si acaso, los cocineros populares se quedan en el anexo dedicado a las hojas de plátano, especiales para envolver tamales y otros bocados, cuya cotización crece conforme se acerca la Navidad.

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