El gusto es suyo
Gozamos con la comida y cada uno lo hace desde una perspectiva diferente.
Comemos para disfrutar. Lo mires como lo mires, el placer manda en la comida. Sobre todo y por encima de todo es una fuente de emociones. Unas veces son tan primigenias, simples y fundamentales como las que resultan de la victoria contra el hambre. La satisfacción del hambre saciada proporciona una de las primeras experiencias gozosas vividas por el ser humano. Siempre ha sido así y sigue siéndolo para una parte importante de la especie, que come para sobrevivir. Superada la batalla elemental contra la necesidad, la comida abre la puerta a una búsqueda de experiencias que cada cual digiere desde su propia perspectiva.
En unas ocasiones es la sorpresa del sabor nuevo y otras la familiaridad que devuelve el reencuentro con la memoria gustativa, encarnada en esos sabores que definen nuestra forma de ser y sobreviven anclados en el recuerdo. También sucede cuando la comida se constituye en juego de apariencias. Son cada día más quienes centran sus emociones en el juego social que rodea todo lo relacionado con la cocina, convirtiéndola en una reivindicación pública del éxito económico y social.
Gozamos con la comida y cada uno lo hace desde una perspectiva diferente. Suele llegar, por poner un ejemplo, con la exhibición que implican algunos de los productos que definen la ilusión del lujo. La trufa, el jamón ibérico —por tierras latinoamericanas un lujo multiplicado por 100—, el caviar, el foie-gras, la carne del wagyu, o algunas de esas conservas que el universo foodie eleva cada día a los catálogos de la nueva joyería gastronómica. Pensaba en ello hace unas semanas, sentado en una barra japonesa de éxito.
Eran los días de finales de la temporada de trufa chilena y el titular del negocio administraba las últimas existencias, cortando finas láminas sobre algunos de los nigiri que preparaba ante el cliente. Me llegaron en una pieza de arroz cubierta con un trozo de panza de salmón —el corte que cubre el estómago del pescado, siempre más graso, jugoso y tierno que el resto— y coronada con un huevo de codorniz hecho en la plancha. Las tres finas láminas de trufa recién cortada que lo remataban traían consigo algunas lecturas. Podían ser interpretadas como una forma de aportar un toque de genialidad al bocado, ofreciendo nuevos matices o creando juegos de contrarios —mar y tierra, textura y aroma—, aunque no era el caso.
También podía verse como la manera de distinguir a unos cuantos clientes frente a los demás ocupantes de la barra, o una alternativa para administrar el espejismo que todos asociamos a los productos más caros y escasos del mercado gastronómico. Y cuando no hubo trufa que laminar siempre quedaba el remedo histriónico del aceite de trufa, uno de los productos más invasivos y empalagosos que se puede utilizar en una cocina. En aquella barra se administraba a paletadas. Siento un profundo rechazo por el aceite de trufa.
En primer lugar, porque no suele ser de trufa, sino más bien un compuesto de elementos químicos combinados en el laboratorio de un aprendiz de brujo. Por encima de eso, me disgusta su carácter invasivo; su consistencia oculta el resto del bocado o del plato. Y además es tan persistente que su presencia te acompaña mucho más allá del plato para extenderse a los postres y acabar marcando el sabor del café. Es mi forma de entender la historia, pero no es la única. Otros sienten fascinación por el sabor y los aromas del mismo aceite de trufa que yo rechazo.
No son pocos los que disfrutan más con lo que significa que con lo que proporciona. Todos están en su derecho. La administración del placer abre la puerta de un territorio sin límites, marcado por la capacidad del individuo para definir sus preferencias. No hay lugar para la uniformidad en el campo de juego de las emociones; lo que estimula a unos provoca el rechazo en otros. En el territorio de la cocina no hay vencedores ni vencidos. Cada quien come amparado por el derecho a gozar más allá de lo que prediquen los apóstoles de la gastronomía. El gusto no es una ley universal sino una verdad individual.
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