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Borja Casani: "A la sociedad española todavía le falta aceptarse"

Lupe de la Vallina
Javier Rodríguez Marcos

DESDE UNA discreta segunda fila, Borja Casani, madrileño de 1952, ha sido una de las personas más influyentes de la cultura española de la democracia sin que usted lo sepa. Hitos como las revistas La Luna, Sur Exprés

y El Europeo o la galería Moriarty llevaron su sello, lo mismo que Omega, el revolucionario disco de Enrique Morente, del que fue productor ejecutivo. Desde 2011 está embarcado en el proyecto de El Estado Mental, que prepara un nuevo lanzamiento para este otoño después de ser revista en papel, web y radio digital. Todas esas iniciativas —“colectivas”, insiste— nacieron después de largas conversaciones con creadores y pensadores de distintos gremios y generaciones. “Lo único que nos queda es la conversación”, dice. “Yo no utilizaría siquiera la palabra diálogo, que se usa tanto en política. La conversación no es un discurso cualquiera ni la defensa de un punto vista, es larga y en sus recovecos aparecen los acuerdos. En este momento de capitalismo cínico y puro descaro, la idea de opinión pública del tipo ‘esto es lo que piensa la gente’ me parece ilusoria, una manipulación”. Dicho esto, no le gustan demasiado las entrevistas.

Alguna vez ha dicho que sus revistas siempre se han ahogado en la orilla. ¿Se adelantan a su tiempo? Cuando te ahogas en la orilla no sabes si realmente es la orilla… Inicialmente todo es minoritario. Cuando te dedicas a analizar colectivamente el espíritu del tiempo en que vives se terminan encontrando formas de entenderlo que

pueden convertirse en mayoritarias a medio o largo plazo, que es cuando menos te interesa porque sueles estar

muerto. Económicamente, me refiero. Pero ha habido momentos en los que la conexión ha sido inmediata.

“El problema es la política. Toda generación tiene que hacer su trayectoria para terminar donde siempre. El mundo no da muchas vueltas, da una”.

Su proyecto más exitoso fue La Luna. ¿Cuándo se dio cuenta de que la revista ya no era solo para unos pocos? Cuando, al día siguiente de sacar el primer número, me llamó Almodóvar y me dijo: “Es un éxito”.

¿Tan pronto? No hay persona más ágil para entender el éxito que Pedro.

La Luna y la movida de los ochenta fueron un éxito, pero no tardó en apropiárselos la autoridad competente. Para explicarlo fácilmente, una de las herencias del franquismo es que dejó una sociedad escindida en dos: los fachas y los progres. Los dos eran un aburrimiento. Pero había un sector aparecido a finales de los setenta: los modernos, gente que no pensaba dejar pasar el tiempo para hacer que la vida fuera como debería ser. La Luna recogió esa herencia que rompía con la obsesión política. España no necesitaba ni hacer una revolución ni permanecer en el franquismo, lo que necesitaba era actualizarse. Esa tercera vía tiene un impacto político porque hasta entonces todo era muy sencillito y la gente se podía identificar con uno de los dos bandos. Así que hubo una carrera por apuntarse a ser moderno. Todo el mundo quería serlo: desde Tierno hasta el PNV. Tierno fue el primero porque era muy listo y muy oportunista, y eso que era de lo más antiguo.

¿Usted no tuvo veleidades progres? Fui militante antifascista durante unos años porque formaba parte de la vida cotidiana. Moralmente no tenías más remedio que serlo. Estudiaba Derecho y militaba en una organización comunista, Bandera Roja. Pero un año antes de la llegada de la democracia ya me había jubilado de político.

¿Y empezó en esto de la cultura? No, estuve cinco años trabajando en la Fiat y haciendo una doble vida de moderno por la noche y trabajador de oficina por la mañana. En el departamento de marketing. Traducía folletos del inglés, cosas elementales y sin ningún interés. Algo alimenticio hasta que abrimos la galería Moriarty, que en un primer momento fue una librería. El día que dejé el trabajo llegaba por la avenida de América un circo de rumanos alucinantes, el Cirque Aligre; el conductor del camión llevaba una rata en el hombro. Entré en Madrid detrás de ellos gritando “li-ber-tad”.

Era librero, galerista, luego periodista. ¿Cómo se definía? No me definía.

¿Qué ponía su hija en la ficha del colegio al rellenar la casilla “profesión del padre”? Que teníamos un puesto en el Retiro, porque como librería fuimos a la Feria del Libro durante varios años. De todo lo que hacíamos, eso era lo que a ella le fascinaba. Le parecía algo honroso tener un puesto en el Retiro.

¿Se mantiene hoy aquella dicotomía entre fachas y progres? Son dicotomías que se ocultan porque nadie se declara ni facha ni progre, pero es parecido. Hay una generación que ha podido cambiarlo, que de hecho ha tenido una oportunidad enorme, pero quefinalmente, yendo, yendo…, ha terminado en 1977.

¿El 15-M? Los que tenían 25 o 30 años en el 15-M. Han ido para atrás, adonde ya habíamos estado. El 15-M fue una ilusión enorme. El problema es la política, el poder, la vieja historia. Parece que toda generación tiene que hacer su trayectoria para terminar donde siempre. El mundo no da muchas vueltas, da una. Cuando tienes mi edad empiezas a ver que eso va a terminar con cuatro señores diciendo que son los representantes del asunto.

¿Otro mundo no es posible? Supongo que es posible. Comenzamos el proyecto de El Estado Mental con la idea de que transformar la forma de pensar, la forma de vivir, termina por cambiar de manera natural las estructuras políticas o económicas. Y no al revés.

La movida parecía una nueva vía, pero se vio como vanguardista en lo artístico y conservadora en lo político. La movida no intentó modificar las estructuras políticas, sino la forma de vivir. Lo que hizo fue mostrar la realidad como era, desde el movimiento gay hasta las disciplinas artísticas, en una época en la que solo existían la pintura, la literatura y el cine. Hubo grandes discusiones sobre si la fotografía era arte o algo que hacía cualquiera con una maquinita. El dibujo, el cómic eran considerados arte menor. Igual que el pop o el rock. La liberación consistía en decir: “Esto existe y tiene valor”. Eso estaba alejadísimo de las preocupaciones políticas tradicionales porque parte de una idea: la liberación se hace personalmente, te liberas tú solito. Además, decidimos hacerlo desde el comercio, y eso generó cierta inquietud porque la fórmula usual era, y sigue siendo, pedirle al Estado.

Siempre han trabajado desde el mecenazgo privado. Desde la actividad privada. En muchas ocasiones hemos  encontrado compañeros de viaje que no son solo aportadores de dinero, sino que entienden y alientan el trabajo. Es básico para que proyectos que no tienen sitio en el mercado principal puedan existir.

¿Hace falta una ley de mecenazgo? No hace falta tanto una ley como que existan verdaderamente los mecenas, alguien que tiene capacidad para echar una mano a sectores que lo necesitan porque es aficionado, cree en ello y lo entiende. Incluso sin esperar a desgravarlo de los impuestos.

El mercado es un anatema para la cultura. Para mucha gente, la posmodernidad es la traducción cultural de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher. Aquí hablábamos de posmodernidad sin saber muy bien de qué estábamos hablando. Se identificó como posmoderna a la nueva ola artística y fue muy jaleada por la prensa. Simplemente coincidió con la primera gran crisis de la incipiente globalización. La derrota

de las grandes teorías, saber que ya no se iba a producir una salvación general producto del comunismo ni de formatos científicos elaborados, produjo una quiebra del horizonte liberador y cierta parálisis. Esa parálisis permitió ser más activos a los conservadores que a los progresistas. De hecho, hoy uno de los mayores peligros es la radicalización de los ricos. Ahora los que están interesados en que las cosas cambien son los poderosos. Tanto las

naciones como los particulares ricos y poderosos están intentando desembarazarse de los pobres. Para combatirlo

no vale con denunciarlos. Hay unos versos de Valente que expresan bien cómo enfrentar la situación: “Lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido”.

“Hay que luchar por que todo mejore, pero también aceptar que se puede vivir sin alcanzar ‘objetivos’ y fracasando temporalmente”.

¿De dónde le vino a usted la inquietud cultural? En mi casa teníamos una biblioteca estupenda. Fue una suerte. Cuando mi padre me prohibió leer un libro de Pushkin decidí leer todos los de la biblioteca. Bastaba con que me dijeran “eso no es para tu edad” para que me lanzara a leerlo. Además, nuestra vecina era Elena Soriano, la escritora, que estaba siempre en su despacho. Fue la fundadora de El Urogallo. Todavía tengo la colección completa. De ahí me viene el interés por esto de las revistas. Yo era muy amigo de su hijo en los años setenta, los años duros. Cuando llegué a la movida ya era un veterano. Teníamos un grupo de música ya en 1969 o 1970.

¿Cómo se llamaba? Mind, así, con mucha pretensión. Montábamos un ruido infernal mientras esta pobre mujer escribía. Luego su hijo se suicidó. Ese era el panorama: cuando teníamos unos 23 años ya se había suicidado mi

amigo del alma. Elena Soriano escribió un libro terrible sobre su mala conciencia.

El afán por cambiar la vida se llevó por delante a mucha gente. Las drogas causaron estragos porque no había información. Podías ir a cenar a tu casa en ácido y lo más que podían pensar tus padres era que estabas distraído. No cabía en su cabeza que existiera semejante cosa. Nadie entendía nada. Fue un jueguecillo que se convirtió de pronto en un grave problema. Hubo también una operación comercial que daba, y continúa haciéndolo, mucho dinero. Las drogas estaban hasta debajo de las piedras. No tenías que hacer el más mínimo esfuerzo. Y no solo las drogas, también las pistolas. Los más locos además tenían pistola. Era un mundo desestructurado donde

algo se estaba acabando y algo no terminaba de empezar.

¿Qué queda? ¿La música, el cine…? La libertad, la liberalización de las costumbres. Lo demás son anécdotas.

Aquello fue el germen de un país tolerante, el momento de comenzar a aceptar lo diferente. Ahora notamos esa tolerancia.

¿La Transición fue un pacto entre poderosos? Seguro que se pactó, pero nosotros nos conformábamos con que no nos mataran. Ahora es fácil decirlo, pero en aquellos momentos todo estaba lleno de gente disparatada que por menos de nada ametrallaba un bar. Las superestructuras llegaron a sus conclusiones y nosotros, que no estábamos en el negocio, lo agradecimos. Despreciándolos, por otra parte. Cuando ganó el PSOE fue un alivio. Como decir: ya pasó. También fue el comienzo del desastre actual, donde empezó la corruptela. Llegaba al poder gente muy joven y no todo el mundo lo asimiló bien. No obstante, entiendo más la corrupción inicial que la posterior. Los corruptos de hoy ya son ricos de antemano. Los de aquella época eran de una clase media muy desfavorecida que accedía a cosas que nunca se habían podido imaginar. Pero eso se incrustó en el sistema, potenciado por las más altas instituciones y aceptado por todos los españoles, aunque ahora nos escandalicemos.

¿A quién salva de los políticos que ha tratado? No he tenido oportunidad de tratarlos.

¿Y de los artistas? ¿De quién diría: “He aquí un genio”? De Enrique Morente. Por su autoexigencia, porque un artista de verdad tiene que buscar algo que solo intuye. También por su falta de oportunismo, por los riesgos que corrió cuando no tenía por qué.

¿Se refiere a Omega? Si te ganas la vida fenomenal, ¿a qué te metes en un cristo que te puede hundir? Veinticinco años después dicen que es lo mejor que se ha hecho, pero a cambio tienen que pasar esos 25 años. Morente  representa la parte mágica que reivindico del arte. Hay gente que con dos cositas inaugura un mundo.

Hay quien dice que el flamenco es el verdadero arte contemporáneo. Yo no soy ningún experto, vengo del

pop, pero digamos que, de los sonidos autóctonos de nuestros alrededores, el flamenco es la música vanguardista, la más profunda y capaz de desarrollar más sensaciones. El pop tiene gracia y esa sentimentalidad de tres minutos. El flamenco es lo contrario, el desarrollo extenso, momentos increíbles a los que se llega sin saber cómo.

¿En qué consistió su participación en Omega? ¡En pagarlo! Bueno, en encontrar los recursos. Lo pagó Antonio Idzikowski, un arquitecto polaco, alguien que no podía estar más lejos y que sin embargo sintió por nuestra

ilusión que debía apoyarlo. Cuando surge un proyecto así te dices: “Es absurdo, pero es tan importante que hay que hacerlo por todos los medios”.

¿Ese disco ha sido más importante para el flamenco o para el rock? Para desenmascarar a la industria. Hay tres o cuatro discos importantísimos —estoy pensando en Camarón y La leyenda del tiempo, en Kiko Veneno y pocos más— que han transformado la parte española de la música popular. Eso seguro, pero sobre todo son una llamada de atención sobre la falta de ambición de la industria musical. Que este sea un país donde solo hay tres o cuatro discos legendarios es algo anómalo. También he trabajado con artistas como Martirio o Christina Rosenvinge cuyo insólito tesón en defensa de su libertad creativa y de la calidad de su obra les ha permitido estar muchos años en primera fila al margen de la industria.

¿Es un problema cultural? No creo. Al que tiene interés por algo no le cuesta ningún trabajo encontrarlo.

La cultura es muy accesible, si uno no accede a ella es porque no le da la gana.

¿Educativo? La educación sí es un problema fundamental. No se puede renunciar a abrir la mente de la gente

para que encuentre placer en pensamientos complejos. Aunque no creo que la cosa vaya por ahí. La gente quiere

ganar dinero, tener un trabajo… Justo lo contrario que mi generación. Yo dejé mi trabajo. Muchos nos fuimos a

la calle a ver qué había. Aunque es cierto que entonces las expectativas estaban a la vista.

Si los años ochenta liberaron las mentes, ¿qué queda por hacer en la sociedad española? Aceptarnos. Esta es una sociedad pesadísima con tensiones permanentes por no aceptar lo que somos. Y no somos gran cosa. Se trata de vivir una vida que merezca la pena. A las generaciones jóvenes les estamos jorobando la vida con este agobio mediático, esta obsesión política. Hay que aspirar a que todo mejore y hay que luchar por ello, pero también aceptar que se puede vivir con ciertas privaciones, no alcanzando objetivos y fracasando temporalmente.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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