El enemigo, ese gran aliado
TODOS TENEMOS alguno: en el trabajo, en nuestro círculo de amistades o incluso en la comunidad de vecinos. Es ese que se alegra, sigilosamente o a voces, cuando las cosas te van mal. El más visceral sueña con que se te lleve el viento. “Amigo”, decía Victor Hugo, es a veces una palabra vacía de sentido; “enemigo”, nunca. Bien mirado, no haberse ganado un adversario alguna vez a lo largo de la vida no debe ser un motivo de alegría. A quien no se le conoce ninguno, creía Ramón y Cajal, es porque nunca dijo la verdad o jamás amó la justicia. Y a las personas, a fin de cuentas, se las juzga tanto por sus rivales como por sus aliados. Ya que uno no puede evitar coleccionar una cohorte de seres hostiles, ¿por qué no utilizarlos en beneficio propio?
No hay nada peor que estar sumido en el tedio de la complacencia. El exceso de positividad nos vuelve más débiles.
Hace casi 20 siglos el moralista griego Plutarco escribió un ensayo titulado Cómo sacar provecho de los enemigos en el que comparaba a esos personajes antagónicos con el agua del mar, que, aunque no es potable, alimenta a los peces. Esta gente puede convertirse en un medio que nos conduce a todas partes. Desde siempre, el sabio, para progresar, ha usado convenientemente las enemistades. El que nos quiere mal es el mejor espejo en el que mirarnos, pues es quien nos obliga a tomar conciencia de nuestros actos. La imagen que nos devuelve de nosotros es a menudo la más veraz, pues no está ofuscado por la ceguera de quien nos ama (“amigo” deriva del verbo latino amare). Estos últimos se suelen considerar sinceros, pero los antagonistas, opinaba Schopenhauer, realmente lo son. Nuestros rivales, maestros gratuitos y jueces infatigables, velan por señalar errores y por descubrir puntos débiles con una rapidez pasmosa.
Así, señalaba Plutarco, quienes están obligados por algunas antipatías a ser sobrios en su vida, y a no mostrarse negligentes y confiados, se van acostumbrando, sin darse cuenta, a no cometer ninguna falta y a perfeccionar su conducta. Al estar atentos a los reproches, van dominando el arte de la prudencia, al que Baltasar Gracián, experto conocedor del fingimiento y del hablar a espaldas de los demás, dedicó un manual. Aunque escrito en el Siglo de Oro, ese ensayo sigue muy vigente: “Un acto de agresión puede advertirte de muchas dificultades que jamás podría aclararte un acto a tu favor. Los enemigos te permiten descubrir tus virtudes y tus defectos, y así fabrican tu grandeza”.
Nada mejor que el silencio para responder a un ultraje, aconseja Plutarco. Morderse la lengua es una virtud de los ánimos ejercitados, que no se dejan llevar por bajas pasiones como la cólera. Contestar con el mutismo a una afrenta siempre es respetable: “Nada hay más digno y más hermoso que mantener la calma ante un enemigo que nos injuria”, decía el griego. Si realmente quiere afligir al que le odia, no le devuelva los insultos: muéstrese moderado. Pero, si no puede callar, sitúese muy lejos de lo que censura para no ser como aquel del que hablaba Eurípides: “Estando tú mismo lleno de llagas, eres médico de otros”.
En la literatura se ve con claridad el gran valor de los antagonistas. En incontables novelas el protagonista acaba por conocerse mejor a sí mismo después de salvar los obstáculos que un oponente implacable planta en su camino. Hoy el mundo se nos presenta con un envoltorio amable, sonriente y homogéneo, debido al peso que tienen las redes sociales. A través de ellas, eliminamos cada vez más la figura del contrario, ahora en auténtico peligro de extinción. Filtramos las opiniones y construimos una suerte de iglú que nos aísla de todo lo que no corrobore nuestro modo de pensar. Ante tan poca diversidad, en un sistema dominado por lo idéntico, según el filósofo Byung-Chul Han, no tiene sentido fortalecer las defensas del organismo: el exceso de positividad nos vuelve más débiles. Y no hay nada peor que estar sumido en el tedio de la complacencia, hasta el punto de que a todos nos corroe el deseo latente de aquello que pueda abofetearnos y hacernos sufrir.
No sabemos qué opinaría Plutarco de esta era hipermoderna, pero sin duda nos alentaría a seguir estando vigilantes a quienes nos han declarado su aversión. Rodéese de amigos auténticos y de enemigos ardientes, pues los primeros le advertirán cuando se equivoque, y los segundos, al criticarle, le alejarán del error.
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