Urbanismo de quita y pon
La reconversión de los edificios habla de su calidad arquitectónica, la de las ciudades delata la inteligencia de sus ciudadanos, urbanistas y/o gobernantes. La tolerancia de unos y otros hace posible otra relación con los lugares
Lo que en Madrid ocurre todos los domingos, hace años que sucede en la Séptima de Bogotá. O en la autovía de Sao Paulo, también durante los domingos. En la progresiva, lenta pero imparable, peatonalización de los centros urbanos, en el cambio de paradigma que disocia coche y vida urbana, son muchas las ciudades que están ensayando su propia transformación con procesos reversibles, un urbanismo de quita y pon. Las propias calles parecen enviar un mensaje de que, por el bien de todos –de todos: ricos y pobres, niños, ancianos, viandantes y conductores- urge aprender a convivir. La propia ciudad indica cómo. Se trata de servir para una cosa y la contraria. Así, las urbes tantean, con decisiones drásticas, pero temporales, cómo reinventar la relación ciudadano-calzada-coche. Quien haya viajado a muchas ciudades latinoamericanas o del golfo pérsico entiende cuán necesario resulta que los dirigentes tengan claro para quién son las ciudades.
En muchas zonas de México DF, o de Dubái, no es posible caminar. No hay acera. No se ha pensado en el peatón. El viandante ha sido devorado a veces por los coches –con carreteras- y otras por la especulación urbanística. Poder caminar por la acera, pararse a charlar con alguien, y no digamos ya, sentarse a descansar un rato o a ver cómo comen las palomas se está convirtiendo en un lujo. No se trata sólo del espacio que roban los coches, se trata también del aire –la OMS lo declaró causante directo de muchos cánceres- que deja su circulación y se trata además de lograr convivir con el creciente número de visitantes que tienen las ciudades. Para que haya espacio para todos y para que todos vivamos mejor es necesario que los coches privados no circulen por el centro. El uso del transporte público mide así el civismo de una ciudad de la misma manera que la cantidad de cosas que se pueden hacer gratis en una urbe revela la calidad de esa metrópolis.
La ciudad es un espacio en continua transformación. La que no cambia es una urbe muerta. Eso sucede por la cualidad de marco que tiene el espacio público. Todos hemos vivido cómo alguna vez ha cambiado el sentido de la circulación en nuestra calle o en una avenida vecina. Hemos sido testigos de cómo los coches dejaban de aparcar. Hemos visto crecer los árboles y cambiar los comercios. Hemos comprobado cómo ponían papeleras, cómo las quemaban y como las volvían a poner. En una ciudad, muchas veces, lo que parecía imposible se consigue cambiando una señal de tráfico. Y de repente, un algoritmo, o la observación de un gobernante, resuelven un problema grave.
Hemos visto cómo el centro de Copenhague decía adiós a los coches. A todos. Lo mismo sucedió en Broadway años después. Si queremos una ciudad en la que la calle sea un escenario humano, debe haber espacio para que la gente se pueda quedar en la calle. Para que se tope con lo inesperado, con lo similar y con lo distinto. Esto presupone un tamaño determinado de acera. También sombra y mantenimiento. Exige una máxima velocidad de circulación. Y hace posible una mejora inmediata de la convivencia. Eso es lo que se ensaya, los fines de semana, en algunas de las calles más famosas del mundo. Las pruebas se hacen en días festivos y, en muchas urbes, las transformaciones acaban redibujando los días laborables. Que alguien se pueda sentar hoy en medio del Paseo del Prado, que pueda enseñar a un sobrino a ir en bici o contemplar cuánta gente ha aprendido a hacer Yoga parecía tan impensable como que podríamos hablar por teléfono caminando.
Hace unos meses leí cómo una columnista de El Mundo señalaba como logros de antiguos alcaldes Madrid Río (que sin duda lo es) y la Ciudad de la Artes de Valencia, al tiempo que ironizaba con que el carril bici sería la herencia de Carmena. Ojalá. Un buen carril bici es una vía de futuro. No arruina a las arcas públicas y sí transforma la ciudad. Y la salud de los ciudadanos. Pero tiene que ser bueno. Basta con pintura para lograrlo, pero es necesaria la decisión para ejecutarlo. El Paseo del Prado, durante los días laborables, tiene un carril bici entre el carril bus y otro por el que circulan coches. Eso no es un carril bici. Un buen carril de bicicletas no puede poner en riesgo ni la salud ni la vida de nadie y pedalear entre vehículos motores es un riesgo inasumible para los ciclistas.
Las ciudades flexibles tienen zonas que cambian de uso. Y los ciudadanos, que queremos también ser flexibles, debemos proponer y saber esperar. Esperamos.
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