Harto de todos nosotros
Ante una gran crisis de Estado, prevalecen los regates cortoplacistas del partidismo
Al Rey ya se le vio cerca de exclamar, como Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República: “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”. E incluso, como el propio Figueras aquel verano de 1873, irse directamente a Atocha y no regresar en años. El panorama de la crisis de Estado es desalentador. Rajoy no cree en el artículo 155 que va a aplicar. Puigdemont ha declarado y no declarado una independencia cuántica según cotiza el 155. Sánchez apoya la aplicación del 155 pero “muy muy limitada”, como si a la legalidad le sirviera la lógica de “la puntita nada más”. Iglesias sostiene que “aplicar el 155 sin DUI sería involución democrática” situando el progreso en la ilegalidad. Rivera que 155 ya: “Una democracia no puede aceptar chantajes”. Iñigo Urkullu que no procede el 155. Susana Díaz que sí procede. Parece razonable estar hasta los mismísimos, como Figueras, ante la jaula de grillos.
Nadie, más allá de las reticencias de Rajoy y Puigdemont a abrir el maletín del botón rojo, parece mirar con altura. Ante una crisis mayúscula de Estado —que es lo que hay, aunque el flower power quiera ver un espíritu democrático vivificante en el procés— prevalecen los regates cortoplacistas del partidismo más o menos perruno. Tal vez Sánchez haya modulado más que nadie, pero parece aún sin respuesta clara para “Pedro, ¿tú sabes lo que es una nación?”. Rajoy siempre ha perdido la iniciativa: lo llama cautela. Y en la nueva política, el dogmatismo demoscópico de Rivera y el oportunismo de Iglesias viendo una ocasión de oro para socavar el Régimen del 78 al precio que sea, incluso apoyando el proyecto xenófobo e insolidario de una comunidad rica contra el Estado.
El paleonacionalismo se asoma al abismo mientras les huyen cancillerías y empresas: todo lo que nunca pasaría ya está pasando. La sinrazón da alas. Ahí están la ANC y Òmnium —la Historia enseña el error de invertir en talibanes— jugando al corralito. Junqueras aún cree que la mentira le llevará lejos —“las empresas se van porque la policía golpea a los ciudadanos”– olvidando el proverbio: con la mentira se puede llegar lejos, pero es difícil regresar. En la CUP — pura democracia: representan a menos del 5% de catalanes, pero creen ser depositarios de las esencias— no ven más solución creativa que la destrucción. A la tradición anarquista le seduce el caos, pero la élite convergente flaquea: se prometían ir a más y se ven yendo a menos.
El escenario es desalentador ante este dramatis personae de vuelo bajo. España no da buenos políticos, se lamentaba estos días un viejo maestro del periodismo español. La idea tiene mucho del prestigio intelectual del pesimismo español que, desde la generación del 98, asume la leyenda negra de un pueblo irredimiblemente incivilizado. El problema no es la calidad del político, argumenta Innerarity, sino la calidad del sistema. El desgaste de las instituciones por el acoso nacionalpopulista muestra una falta de consistencia institucional. Como en la Transición, la confianza se construye en momentos delicados. La otra opción es proclamar que estamos hasta los mismísimos de todos nosotros.
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