Pierre Hardy, una visión única del lujo contemporáneo
TODOS LOS DÍAS, a las diez de la mañana, hay una larga cola frente al número 24 de la Rue du Faubourg Saint-Honoré de París. No es una oficina de empleo. Tampoco regalan nada. Más bien todo lo contrario. Se trata de una boutique —quizá la más icónica— de Hermès. Cuando abre sus puertas, los ansiosos consumidores —en su mayor parte asiáticos— entran como niños a una juguetería: las pupilas dilatadas y la tarjeta platino por delante. Les aguardan perfumes, pañuelos de seda, sillas de montar, bolsos de todas las pieles exóticas que uno pueda imaginar, sus colecciones de prêt-à-porter, mantas de cachemir y hasta sofás. Este templo del lujo funciona como una suerte de análisis de mercado en directo para la enseña centenaria: qué funciona, por qué producto preguntan más los clientes, qué buscan. Véronique Nichanian, la directora de la línea masculina, confiesa que le gusta pasearse por la tienda de incógnito y escuchar las conversaciones de los compradores.
Pierre Hardy (París, 1956) tendría que partirse literalmente por la mitad. Es responsable de dos departamentos aparentemente inconexos. Dirige la división de zapatería desde 1990 y la de joyería desde 2001. Una combinación insólita que le otorga una visión única del sector. Pocos productos, dice, permiten pulsar tan bien los deseos y hábitos del consumidor. Y son esos mimbres —que el domina— los que construyen una marca de éxito. No el cuero y el oro.
Se trata, en definitiva, una de las figuras más relevantes y atípicas de la moda actual. Además de sus 27 fructíferos años en la casa francesa, Hardy ayudó a Nicolas Ghesquière durante los primeros 2000 a convertir Balenciaga en la firma más excitante de la época. Fundó la suya propia hace 18 años y en 2016 Hermès compró una pequeña participación.
El diseñador recibe a El País Semanal en las nuevas oficinas de la maison, a unos metros de Faubourg Saint-Honoré. Se trata de un edificio de estilo Haussmann modernamente reformado y con un coqueto patio interior, enmarcado por árboles y mesas, donde los empleados hablan por el móvil y fuman. Su luz se cuela por los ventanales del showroom, una suerte de cueva de Alí Babá, donde espera Hardy. Los 15 años que pasó dedicado al ballet aún aún se notan en su porte. Luce anillo de plata y deportivas. Y una sonrisa tan blanca como su camiseta. Adornado por una mirada franca y un poco pícara, su discurso no resulta ni políticamente correcto ni previsible. Sin tonterías. Como asegura que aún se hacen las cosas en la casa francesa.
“Un amigo me dijo que en Hermès estaban buscando a alguien. Vine, presenté varios bocetos de lo que en mi opinión debían ser sus zapatos y me dijeron que estaban de acuerdo conmigo. Un mes después ya estaba trabajando. Fue rápido y sencillo. Esa forma de actuar define la esencia de la marca. Aquí, la energía se invierte en hacer cosas, no en parafernalias y juegos absurdos”, asegura.
Parece que él también sigue a rajatabla esta filosofía. En las antípodas del diseñador estrella, Hardy ha dado forma a algunos de los iconos más importantes de Hermès y, por extensión, del diseño contemporáneo. Entre ellos, las sandalias Oran, las preferidas de Carla Bruni en su etapa de primera dama: una fina suela coronada por una tira en forma de hache. “Cuando las diseñé buscaba algo que fuese como ir descalzo: el no-zapato, que acabó convirtiéndose en un zapato clásico, que sigue vendiéndose 21 años después. Nunca sabes cómo va a funcionar un producto. Siempre es una apuesta y, a veces, la más arriesgada puede convertirse en un best seller moderno”. En la tienda de Faubourg Saint-Honoré, varias clientas se prueban este modelo en distintos colores y pieles. La versión más barata cuesta 480 euros. Una minucia comparada con los pendientes con forma de imperdible que una pareja examina extasiada. Están cómodamente sentados en una de las mesas del área reservada a la venta de joyas y varios clientes miran de reojo los aros. Forman parte de la última colección de Hardy. Chaîne d’Ancre Punk abarca desde sencillas piezas de plata hasta grandilocuentes collares en diamantes y oro blanco. “El imperdible es un elemento tan simple y universal que fue un icono del movimiento punk y hoy puede serlo también de Hermès al reinterpretarlo como un objeto sofisticado y precioso”, argumenta.
La historia de su paso de la zapatería a la joyería no desentona ni con la leyenda de la maison francesa ni con el pragmatismo profesional del que Hardy hace gala. El parisiense nunca había soñado con hacer joyas ni, por supuesto, había diseñado ninguna. “Estaba enseñándole dibujos de zapatos a Jean-Louis Dumas [presidente de Hermès] y me dijo: ‘Por cierto, ¿estás interesado en hacer joyas?’. Y yo le respondí: ‘Sí, si tú lo dices’. Es el tipo de hombre al que no dices no. Cuando te pide que hagas algo, lo haces aunque no sepas. Porque si piensa que eres capaz de hacerlo es que puedes”.
Y así, sin más tonterías y sin ninguna experiencia, Hardy se lanzó a dirigir una de las líneas de negocio con más potencial de la casa. “Lo que une la zapatería y la joyería es que en ambas disciplinas se trabaja alrededor del cuerpo, para el cuerpo, sobre el cuerpo. El zapato tiene unos límites y escala específicos. Responde a unas normas más rígidas. En la joyería, las posibilidades son infinitas”.
En ambas divisiones, el diseñador ha percibido grandes cambios provocados por una profunda transformación en los hábitos y necesidades de esos consumidores que acuden a Faubourg Saint-Honoré. En el campo del calzado, la dictadura de las deportivas resulta incontestable. Este auge del estilo deportivo tiene que ver, en opinión de Hardy, con “la creciente importancia que se le da al cuerpo”.
No siente ninguna nostalgia por épocas más formales. En general, detesta este sentimiento. “En griego significa el dolor de volver atrás, y yo no soy ningún masoquista”. Tampoco es proclive a los dogmas en materia estética. Su única regla es “hacer cosas interesantes y excitantes”, sin excluir ninguna tendencia ni corriente. En moda, dice, nunca se puede decir nunca. Es cortoplacista. E hipócrita. “La belleza, la fealdad son conceptos muy relativos. Hemos pasado por muchas cosas horribles, como las deportivas con plataformas ocultas, y lo hemos superado. Pero tal vez vuelvan, ¿quién sabe? Las chanclas de plástico eran vulgares y ahora están de moda. Las Birkenstock eran feas hace 10 años y ahora son lo más ¡perfecto!”.
En joyería, Hardy percibe una mayor búsqueda de fantasía por parte de la mujer. Algo que hace su trabajo más excitante, una suerte de Kindergarten. “La cantidad de información que recibimos a través de las redes sociales, el bombardeo constante de imágenes al que estamos sometidos, las fotografías que son cada vez más coloristas y llamativas, precisamente para captar nuestra atención entre tanto estímulo, influyen en que ahora se demanden piezas más imaginativas y excéntricas”, asegura. Las joyas comienzan a entenderse como un complemento de moda y no solo como un “objeto que ofreces para dignificar un momento de tu vida”. Eso favorece la creatividad, pero también las ventas. Vivimos un momento maximalista, asegura. “Hoy demasiado no es suficiente”.
La influencia de las redes sociales, la aceleración de los ritmos de consumo, la dictadura de la gratificación inmediata. Todos esos cambios de los que Hardy ha sido testigo directo han llevado a la industria de la moda a un momento de búsqueda, como a él le gusta definirlo. “La vida es así y punto. Tenemos que encontrar otras fórmulas, otro equilibrio. Incluso las marcas de lujo se han convertido en fast fashion. Pero Hermès no es moda y no puede inscribirse totalemente en este fenómeno”, reflexiona.
El éxito de la centenaria maison, dice, tiene mucho que ver con la continuidad. Y para que esta exista, debe haber evolución. Hardy no diseña pensando en dos colecciones al año. Sus líneas están en constante desarrollo. “Este ritmo no me asusta. Todo lo contrario, me excita”. Asegura que la única tiranía a la que está sometido es la de la calidad, no la del tiempo. Pero en una marca donde los artesanos deben formarse durante dos años antes de entrar en los equipos de producción, el nivel de exigencia es estajanovista. “No hay censura en absoluto, pero esa obsesión por la perfección dificulta que sucedan cosas. A veces me gustaría crear algo muy pegado a una tendencia, utilizar plástico, colores flúor, o simplemente hacer algo divertido sin más. Pero no tiene sentido dentro de esta casa, y además hay un montón de enseñas que están haciéndolo, más barato y, seguramente, más divertido”, apunta.
Lo que no significa que su trabajo sea conservador o dirigido exclusivamente a un público clásico. A un tipo de consumidor que compra como inversión y reniega de los vaivenes de la moda. Ese, asegura Hardy, es el cliché que acecha a la marca y a sus propias colecciones. “Hoy día tenemos de todo y para que quieras comprar un objeto no es suficiente con que sea bonito y esté bien hecho. Este sector necesita la excitación por lo nuevo, esa sensación de morirte de ganas de por algo”. Esa, dice, es la esencia del lujo que permanece inmutable a través del tiempo y los cambios sociales y tecnológicos. La tecla que busca pulsar con cada diseño. Lo que hace que algunas creaciones, como el imperdible, sean universales.
Y llegue a personas que parecen situadas en las antípodas de Hermès y de Hardy. Como las Kardashian, las reinas del reality estadounidense, que son fans enfervorecidas de la maison. “Es un halago, porque significa que incluso a la gente que no esperas que les guste, lo hace. Por las razones que sea, por motivos distintos a los tuyos, da igual. Fíjate, nuestros bolsos son los menos sexy de la historia, pero a ellas les encantan. Esa es la clave del éxito”.
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