Los niños surfistas de Sierra Leona
En uno de los países más pobre del mundo, este deporte es una vía de escape para los miembros del Club de Bureh Beach. Aspiran a ser olímpicos
A escasos 50 kilómetros de Freetown, la capital de Sierra Leona, se encuentra la playa de Bureh, el único enclave surfista del país. Un ejemplo de turismo autogestionado por jóvenes de la zona que ayuda a imaginar otro futuro para este lugar que navegó no hace tanto por ríos de sangre y aún anda intentando encontrar su rumbo. Hace cinco años construyeron unas cabañas, consiguieron tablas y se pusieron en marcha el club de surf Bureh Beach. Los surfistas de Sierra Leona, ahora que este deporte es olímpico, sueñan con ser los próximos representantes de su país y que así la gente sea capaz de colocar en el mapa su playa de arena blanca y palmeras tropicales.
Jhon lo sabe, y a la hora de hacer cábalas acerca de quien irá a los próximos Juegos, todos apuntan dos nombres: el suyo y el de Kadiatu Kamara, KK, la única surfista de Sierra Leona. Jhon tiene 24 años y un cuerpo moldeado en un pequeño gimnasio improvisado, que solo cuenta con una banca de pesas y dos mancuernas para compartir. Está al aire libre, entre palmeras, detrás de la recepción del club de surf que han montado. En total son 19 los jóvenes que viven y trabajan allí, aunque ya hay nuevas generaciones aprendiendo esta "filosofía de vida". Uno de ellos es Baby, quien vivía con su abuela a falta de padres, y se quedaba en la arena viendo a Jhon y Daniel hasta que un día, cuando creyó estar preparado, se lo dijo: “Jhon, quiero surfear como tú”. Una frase que se repite generación tras generación, como si pronunciarla forzará a dar un paso hacia la madurez.
Jhon decidió su futuro cuando tenía 12 años. El surf acababa de llegar a Sierra Leona en la figura de un joven vestido con pantalones cortos beis, camisa de lino blanca y un sombrero de paja. Se llamaba Olivier y era un piloto francés al que Jhon también observaba desde la arena. Las olas eran suaves, y Olivier las bajaba con su tabla. Para él era lo más parecido a volar que había visto nunca, y entonces supo que él también quería caminar por encima de ellas. Olivier llegó con una maleta de cuero marrón en una mano; en la otra, su larga tabla. Entre vuelo y vuelo, solía cogerse una semana de vacaciones para escaparse allí, a ese pueblo remoto adonde solo se accede por carreteras sin asfaltar.
Olivier volvió intermitentemente durante años para cabalgar esas olas que en mayo alcanzan los tres metros. Era diferente, siempre atento. Los mayores recuerdan cómo se sentaba en la arena, observando los picos y las corrientes, y los niños le rodeaban. Siempre hablaba de este deporte como metáfora de la vida, de compartir, de disfrutar con lo que se hace. Para la tribu de los surfistas de Sierra Leona, Olivier fue su guía y mentor. Él confiaba mucho en los niños de un país devastado por la Guerra Civil que se dio por zanjada en el 2002, y les repetía constantemente que, si seguían intentándolo, lo conseguirían.
Estos jóvenes de Bureh dieron un paso significativo en su proyecto en 2012, cuando un irlandés llamado Shane O´Connor que trabajaba para Unicef donó varias tablas de surf y materiales a ese poblado de 300 personas. Jhon y los chicos empezaron a construir cabañas con la ayuda de la ONG alemana Welt Hunger Hilfe, que trabaja para erradicar el hambre en países en desarrollo.
Es importante ir a otros lugares y sentir las diferentes energías de las olas
Daniel, surfista
Un par de años después la epidemia de Ébola golpeó el país, y KK se metió en el agua. Su padre acababa de morir, y el océano le permitió escapar de esa pesadilla. Cuenta cómo un día llegó la policía y quiso sacarles del mar por el toque de queda establecido, y ellos se negaron. Estaba limpio, y las olas eran más rápidas que la enfermedad.
El surf ha sido una vía de escape para el pueblo de Bureh. Los primeros surfistas de Sierra Leona, Titu, Chávez y Francis, el hermano de Jhon, lo vieron claro. Después de la Guerra Civil tocaba sanarse. Y ellos lo consiguieron gracias a Olivier, que en uno de sus viajes dejó su tabla para que Francis y Chávez surfearan. Era una para los dos, pero ellos querían surfear juntos. Con ella partieron como si con ella pudieran surcar los mares. Pero no, el agua la partió y se quedaron en la arena un año, esperando que aquel francés les trajese otra. Olivier volvió, y fue entonces cuando Jhon pronunció la frase mágica. “Quiero surfear como tú”, le dijo a aquel piloto francés. Se metieron en el agua y esperaron la ola perfecta. Olivier le empujó y Jhon se cayó. Una y otra vez.
“Él puso una semilla aquí, él hizo que fuéramos lo que hoy somos” dice Jhon, que hoy teme que el hechizo se rompa, como le pasó a su hermano Francis cuando rompió una tabla. Cuando esto ocurre, uno se hace mayor de repente, como si al partir esas fibras de vidrio y dejar el alma de la tabla al descubierto, se rompieran también los lazos vitales maternos y crecieras, de golpe, 20 años. Daniel dice que eso no es cierto. Que a Francis se le olvidó surfear porque no tenía otra tabla.
Daniel quiere romper una y cien, porque dice que partir una tabla te convierte en profesional. También porque sabe que es muy peligroso, y en sus sueños de Juegos Olímpicos, viajes y fama, tiene que ser algo cotidiano. "Es importante ir a otros lugares y sentir las diferentes energías de las olas", asevera. Mientras lo consigue, seguirá dando clases a los extranjeros, la mayoría cooperantes, que desconectan de la realidad del país en esta playa paradisíaca de arena blanca donde las palabras Ébola, niños soldado o diamantes de sangre parecen estar vetadas.
Las chicas tienen miedo, pero Kadiatu (KK) se ha convertido en un ejemplo
Mientras sueñan, la vida prosigue. Sherriff, uno más de la pandilla sin pretensiones de participar en los Juegos Olímpicos, prepara el desayuno. Samuel Junior va a buscar los ingredientes y KK se va a surfear. A ella la están forzando a crecer. Un día, una señora estadounidense escuchó su historia: “La única chica de Sierra Leona que surfeaba para evadirse del Ébola”. Acababan de hacer un documental sobre ella, A million waves, y la señora le ofreció viajar a estudiar a Estados Unidos con una beca deportiva.
KK aceptó y se irá pronto a Hawái. De todos, es a la que más perspectivas de futuro le ha dado el surf. Se entrena duro para representar a su país en los Juegos, según dice, y se acaba de comprar un mono Titi, que se quiere llevar con ella a Hawái, como si llevándose un ser vivo fuera a extrañar menos el lugar donde aprendió a cabalgar las olas. Tienen ante sí la gran oportunidad de ser profesional y enseñarle al mundo que en Sierra Leona también se surfea.
“Las chicas tienen miedo, pero ella se ha convertido en un ejemplo” dice Jhon, a quien le encanta el estilo de su compañera. Él quiere que más chicas del pueblo se lancen, pues cree que necesitan estar igualados.
Para Daniel, el baño de las siete también es el mejor. Él y KK son los únicos que se meten a esas horas, mientras el resto de extranjeros les observan y esperan a que Sherrif les traiga un café con leche en polvo y una tortilla. A esa hora el resto también se despierta gracias al gallo que todas las mañanas avisa, sin querer, de que la marea está subiendo.
Hasta que las olas desaparezcan, seguirán surfeando. Y cuando la marea baje empezarán a dar clases, servir desayunos, comidas y cenas para financiarse. El suyo es un negocio autogestionado donde las jerarquías no existen y el trabajo se comparte. No quieren más que comida, un sitio donde dormir, y tiempo, mucho tiempo para dedicarle al mar. De las ganancias que sacan, la mitad se las quedan ellos y el resto lo dan a la comunidad de Bureh como pago por ese paraíso que les dejan gestionar.
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