Un problema de incredulidad
UNA VEZ MÁS, el problema es mío sin duda. Sería idiota y presuntuoso pensar que son los demás quienes andan equivocados. Claro que a veces hay masas erradas a buen seguro (las que han hecho a Trump Presidente, sin ir más lejos), y su número no me puede convencer de lo contrario, ni aun cuadruplicado. Serían masas de zotes enajenados, y de ahí no me movería. Pero en lo que voy a comentar hay un elemento intuitivo, poco racional, que no avala mis impresiones. De hecho son sólo eso, impresiones y sensaciones.
Hace ya tiempo que no logro creerme casi nada de lo que veo, escucho, leo. Y la cosa me ha preocupado enormemente en el último mes, tras los atentados de Barcelona y Cambrils. Viví tres años de mi juventud en Barcelona y voy por allí cada cinco o seis semanas. Conozco a su gente civilizada y amable, ahora acogotada y semisecuestrada por los caciques de la independencia, individuos pueblerinos, autoritarios y racistas. Me creo a quienes empezaron a llenar la Rambla de flores, velas y mensajes: personas que necesitan hacer “algo” incluso cuando ya no se puede hacer nada, una forma de desesperado autoconsuelo. Pero pronto eso se convirtió en algo tan desproporcionado e invasivo que no pude evitar la impresión —insisto— de que muchos de los que depositaban sus ofrendas lo hacían ya sólo por mimetismo y para “no ser menos”, tal vez para sacar una foto turística de lo que habían colgado y luego “compartirla”, como se dice ahora con el verbo más tontaina de cuantos nos han invadido desde el inglés más tontaina. Para ofrecerse a sí mismos una imagen ejemplar de sí mismos. ¿Por qué me cuesta creer en la autenticidad de ese gesto a partir de un momento dado? ¿Por qué dudo que a muchos visitantes —los barceloneses son otra historia— les importen gran cosa los muertos allí habidos? No lo sé, seré un incrédulo y un desconfiado. O quizá es porque tampoco he logrado creerme ninguno de los discursos huecos de los políticos ni de gran parte de los periodistas y tertulianos. A los primeros los he oído soltar banalidades de manual, tan manidas que suenan vacuas (“Nadie destruirá nuestra forma de vida” y demás), o bien insidias en provecho propio, con las que resultaba diáfano que lamentaban el atentado, cómo no, pero que, una vez producido, era de tontos no sacarle partido, cada uno en beneficio de sus intereses. A los segundos y terceros (con honrosas excepciones) los he visto lucirse con sentidos recuerdos de su Rambla o bien arrimar el ascua a su sardina española o independentista, islamofóbica o islamofílica, según el caso. Pocos me ha parecido que deploraban de veras esos muertos abstractamente venerados. Las víctimas como oportunidad y pretexto.
Conozco a su gente civilizada y amable, ahora acogotada y semisecuestrada por los caciques de la independencia.
Sí, gran problema el mío, porque ni siquiera he conseguido creerme el voluntarioso lema “No tinc por”, entre otras razones porque cuando uno se empeña en repetir en exceso la misma frase, suele ser signo de que a uno le pasa lo contrario de lo que proclama. Y sería lo natural, tener miedo. No hasta el punto de alterar las costumbres (en Madrid no lo hicimos tras el 11-M, con casi doscientos muertos), pero sí hasta el de andar ojo avizor, tomar precauciones y sentirse más amenazado que antes. ¿Y qué hay de la manifestación del sábado 26 de agosto? Costaba creérsela pese a la indudable sinceridad de la mayoría, si una parte no desdeñable de los manifestantes era obvio que estaban a otra cosa. No estaban desde luego a llorar a los asesinados ni a condenar a los terroristas ni al Daesh que los inspira, sino a abuchear a quienes les caían gordos, a exhibir sus enseñas en el día más inadecuado, a culpar de la matanza al Rey y al Gobierno central por sus tratos con determinados países (se les olvidó culpar al Barça, que ha lucido durante años “Qatar” en las camisetas), a pedir que no se vendan armas a nadie (cuando estos atentados se habían llevado a cabo con furgonetas alquiladas en casa y cuchillos de cocina, gran tráfico internacional hay de eso), a protestar por una islamofobia por suerte escasa en España, como ya se comprobó tras el mencionado 11-M. Fui viendo esa manifestación en diferentes cadenas. En una estaban siempre Pablo Iglesias o un acólito hablando, como si todas las víctimas hubieran sido de Podemos; en otra, oficial catalana, enfocaban insistentemente la zona en que había más esteladas y más pitos a los “españoles” presentes, falseando con descaro el conjunto; en otra, estatal, procuraban escamotear en lo posible eso mismo. De la multitud, muchas personas parecían en verdad afectadas; otras, estar allí porque era lo que tocaba y no iban a perderse el acontecimiento. No vi diferencia con otras ocasiones, incluso con algunas festivas. Eché de menos más silencio, duelo, sobrecogimiento (mucho pedir a esta época chillona, supongo). Quien me mereció mayor crédito en esos días (sólo en esos) fue el responsable de los Mossos d’Esquadra, Trapero, porque al hombre se lo veía afanándose, agotado, prestando servicio, sin tiempo ni ganas de posar ni de sacar provecho. Vaya problema tengo si, de toda la sociedad, a quien más me creí fue a un policía.
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