No me sigas, estoy perdido
Un sinuoso viaje por la historia y la geografía de los laberintos
“El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. ¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El Minotauro apenas se defendió”. El cuento de Borges La casa de Asterión, con su melancólico y manso Minotauro, habla de laberintos y casas con infinitas puertas. La leyenda cuenta que el mítico rey Minos de Creta (Grecia) gobernaba la isla desde su palacio de Knossos hasta que su esposa Parsifae —rarita ella— le puso los cuernos con un toro. Fruto de ese amor taurino fue Asterión, el Minotauro, criatura de cuerpo humano y testa de miura, al que el rey Minos encerró en un intrincado laberinto diseñado por el arquitecto e ingeniero Dédalo, el inventor del vuelo sin motor y los pasatiempos de los periódicos. Cada año, siete efebos y siete doncellas escogidos entre las familias nobles de Atenas eran ofrecidos como tributo al rey Minos para ser entregados a las fauces del monstruo. Hasta que llegó Teseo, un joven príncipe ateniense que se ofreció como voluntario para el sacrificio. En Creta conoció a la hija del rey Minos, la bella Ariadna, que primero le dio hebra y luego el ovillo de oro —el famoso hilo de Ariadna— que le permitiría escapar del laberinto tras dar la puntilla al pobre Asterión y salir por la puerta grande, como los toreros.
El laberinto de Creta ha atrapado la imaginación de escritores como Jorge Luis Borges y el rumano Mircea Eliade, y de artistas del land art como Robert Morris o Richard Long, que se han inspirado en los dédalos históricos para sus trabajos. Jardines palaciegos y construcciones diseñadas para perderse que invitan a repetir la búsqueda que hizo Teseo a través de corredores, glorietas idénticas y callejones sin salida: pasatiempos vegetales de aristócratas, enigmáticos símbolos en los muros de las catedrales, planos para guiar a los muertos en su viaje al inframundo, dédalos infantiles como el de Alicia en Disneyland París, o formados con espejos, como el de la colina Petrin de Praga o el que Orson Welles concibió para matar a Rita Hayworth en La dama de Shanghai…
En su libro El laberinto. Historia y mito (Alba Editorial) el arqueólogo Marcos Méndez Filesi indaga en su historia desde los enigmáticos grabados en cuevas y petroglifos prehistóricos o los que decoran los templos medievales hasta los jardines galantes que se propagaron por Europa desde el Renacimiento. Atendiendo al tipo de recorrido, el autor del libro distingue dos tipos: los clásicos, con una única vía sin encrucijadas que es necesario recorrer en su totalidad para llegar al centro, y los mazes o perdederos, con múltiples caminos alternativos que pueden conducir al exterior o a un callejón sin salida.
A la primera categoría pertenecen la mayoría de laberintos que decoran los templos medievales, como los de las catedrales francesas de Chartres o Poitiers: un diseño a base de círculos concéntricos a partir de dos ejes en forma de cruz conocido en Italia como Nudo de Salomón. Formas similares aparecen en petroglifos prehistóricos como el de Mogor (Pontevedra), en algunas monedas griegas y romanas del periodo clásico encontradas en Creta, y en los turf mazes (laberintos de hierba) ingleses, como el de Alkborough, uno de los más antiguos de Inglaterra, de 13 metros de diámetro, o el de Hilton, cerca de la ciudad de Cambridge.
Arte de podadores
Con el desarrollo del ars topiaria, el arte de podar las plantas, y favorecidos por el gusto por todo lo que olía a mitología, los jardines de setos se propagaron por Europa durante el Renacimiento. Una moda que pervivió en los siguientes tres siglos, que tomaron como modelo los de jardines italianos como Villa d'Este, en Tívol, o Bomarzo, en el Lacio.
El laberinto vegetal más antiguo documentado en España es el que mandó levantar Carlos V en el Real Alcázar de Sevilla (sustituido en 1910 por el actual), aunque el esplendor de los dédalos llegó en el siglo XVIII de la mano de los Borbones. Uno de los más bonitos es el de los jardines de La Granja (Segovia). Concebido para el juego galante, fue diseñado en 1713 por Dezallier D'Argenville a base de setos de haya y carpe que dibujan una espiral central flanqueada por dos grupos de calles que doblan en ángulos rectos.
Los otros laberintos
También cabría hacer una referencia, por su exotismo, a laberintos indios como el bhulbhulayah (laberinto) del Imambara Bara, un palacio construido por el gobernador de Lucknow (Utar Pradesh, India) en 1784, con 489 corredores idénticos situados a diferentes alturas que conforman un complejo laberinto tridimensional. O a los Baori: aljibes escalonados para recoger el agua de lluvia a los que se accede por complejos tramos de escaleras. La mayoría se encuentran en los estados de Rajastán y Gujarat, y servían tanto para abastecerse de agua durante la época seca como con fines religiosos. Uno de los más conocidos es el pozo de Chand Baori, construido hace más de mil años en el pueblo indio de Abhaneri, cerca de Jaipur, en el estado indio de Rajastán.
Menos tangibles, también existen laberintos matemáticos, como el fractal de Mandelbrot. O la sucesión de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21...), que guarda el secreto de la forma de las caracolas, la belleza de las Madonnas de Leonardo y las proporciones del Partenón. También los hay genéticos: la doble hélice de ADN (ácido desoxirribonucleico), que determina el desarrollo y funcionamiento de todos los organismos vivos de la Tierra.
El viaje iniciático
Hasta el inocente juego de la Oca, con sus saltos de oca a oca y de puente a puente, su cárcel, su posada y casilla de la muerte, esconde un laberinto: el mapa en espiral de un viaje iniciático que algunos asocian al camino de Santiago. Como apunta el rumano Mircea Eliade a propósito de Ulises y su viaje de regreso a Ítaca, “al igual que en el laberinto, en toda peregrinación se corre el riesgo de perderse. Si se logra salir del laberinto, volver al hogar, se es ya un ser distinto”.
Claro que también es posible perderse en una ciudad desconocida (o en la propia), en un hotel, en el aeropuerto o en el metro. Según Borges, “basta una dosis tímida de alcohol —o de distracción— para que cualquier edificio provisto de escaleras y corredores resulte un laberinto”. Para Borges, el laberinto ideal es el psicológico, donde se produce el extravío por una falsa percepción de la realidad, o un lugar despejado, como el mar o un desierto.
Una versión anterior de este artículo se publicó en la edición en papel de El Viajero.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.