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Columna
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La patria nueva nace decrépita

El independentismo ya es un problema menor frente al país subversivo y autoritario que los soberanistas ofrecen a sus partidarios

Podrá contar Carles Puigdemont a sus nietos que la patria catalana se fundó en una orgía de pecados originales. Se le había anunciado la tierra prometida a los ufanos caminantes del desierto, pero lo que hizo la zarza fue prender fuego a los principios fundacionales de cualquier democracia. La prevaricación, la sedición, la insumisión a las leyes, el secuestro de las instituciones, la profanación del parlamento, la intimidación a las fuerzas opositoras, la vulneración de la separación de poderes, conspiraron contra el sueño adanista de la patria nueva.

Y demostraron que el independentismo ha terminado convirtiéndose en un instrumento de extorsión de la CUP. Cabe preguntarse si los diputados ultras y anticapis -un eufemismo entrañable para una política feroz- han conseguido -intentan conseguir- no ya la desconexión a hachazos de España y de la propia Cataluña, sino la distopía de un Estado revolucionario, subversivo, cuyo requisito embrionario es por definición el abatimiento de la democracia.

La perspectiva es tan radical y tan incendiaria que llega a convertirse en secundaria la inconstitucionalidad del referéndum y de la ley de transitoriedad. Importa aún más el modelo autoritario que la coalición de Junts pel Sí ha terminado por consolidar con el miserable pretexto de sacudirse la presión del Estado opresor. La independencia es legítima y puede que el plebiscito sea inevitable, tarde o temprano, de una manera u otra, pero impresiona, estremece, hasta qué extremos de corrupción política se ha conducido la fundación del nuevo Estado y se ha desengañado al clero indepe.

Resulta elocuente en este mismo sentido no el pulso de Puigdemont a Rajoy en la dinámica prosaica del choque de trenes, sino la degradación nauseabunda del espacio parlamentario que han forzado el president, Junqueras y los esbirros cuperos. Se han abstraído del criterio del Consejo de Garantías Estatutarias, han amordazado a los portavoces de la oposición y han asaltado cualquier escrúpulo democrático en la concepción del referéndum.

La manera en que pretende urdirse, perpetrarse, contradice la propia exaltación del fervor plebiscitario y pervierte el mito de la voz del pueblo. No hace falta ni censo ni quorum. No hay observadores ni interventores. No hay garantías de recuento. No existe ninguna homologación de carácter nacional o internacional. No se han respetado los tiempos, ni se han observado las obligaciones de pluralidad.

El ideal de la independencia se ha maltratado tanto como el camino para llegar a él, hasta el extremo de que los partidos soberanistas, constreñidos a aprobar las leyes de madrugada, en la clandestinidad, necesitan la solidaridad de Iglesias, Colau y los comunes para sumarse al gran simulacro. Y no porque les reclamen el "sí" a la independencia. Les reclaman el "no". Se lo ruegan, incluso. Necesitan los convocantes que suba la participación y que haya un escrutinio presentable de papeletas adversas, de tal manera que pueda decorarse la sugestión de un proceso convencional, en lugar de una mascarada y de un pucherazo.

Iglesias ha demostrado toda su irresponsabilidad y frivolidad aspirando a un estado de catalepsia en un debate que es de vida o muerte. Y que ya trasciende el lenguaje de la desconexión, de la ruptura de España y Cataluña. El trauma se está produciendo en la propia Cataluña. Por la división de una sociedad en canal. Y porque los ciudadanos que honestamente creían en el sueño o en la elucubración de una patria nueva se han encontrado con que la tierra prometida es un erial democrático, un cenagal donde se consumen los peores hábitos de las antiguas patrias.

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