África a pedales (8): naturaleza y locura
En busca de las fuentes del continente en las cataratas Murchison de Uganda
Por la mañana temprano me despierto en Pawor (Uganda). La bombilla que utilizaron con la batería de la moto ya no funciona, pero da lo mismo. Abro las ventanas y el sol ilumina ya la mañana con fuerza. Pienso en la noche anterior. Disfruto de nuevo al revivirla. Pero sé que toca partir, así que después de desayunar y despedirnos, retomo la ruta de nuevo.
Me dirijo a Pakwach, a apenas unos 50 kilómetros de Pawor. Allí mi idea es dirigirme a la reserva de las Murchison Falls, donde se encuentran las cataratas más espectaculares del país y la cantidad de fauna más variada, incluyendo, aparte de jirafas o elefantes, depredadores como el león. Me siento feliz. Es un cambio. Dejo definitivamente atrás las lluvias y el barro del Congo para adentrarme al 100% en la sabana africana, donde podré encontrar animales que hasta ahora me han sido esquivos.
Pero antes de llegar, todavía debo pedalear. El trayecto es relativamente corto, lo que me permitirá dirigirme hoy mismo a la entrada del parque Murchison Falls National Park y ver qué me dicen los guardas. No veo muy claro que me dejen entrar en bici.
La fuente de África
Con estos propósitos, salgo de Pawor, pero enseguida me detengo. Me doy cuenta de que la etapa no me dejará indiferente. Una imagen me deja sin aliento. Ahí está, imponente, serpenteando dulcemente la sabana ugandesa, uno de los ríos más míticos de nuestro planeta. El río que hizo que exploradores como Stanley o Livingstone, o muchos otros que les perecieron en el intento, se adentraran en las llanuras de África para descubrir su origen.
Es el Nilo, la fuente de África, y aquí lo veo por primera vez. La visión es impactante. Estoy todavía descendiendo de las tierras altas y la vista aérea me conmueve por su belleza y por su significado. Estoy ante el río que originó las más grandes aventuras del siglo XIX, cuando África era en su mayor parte un continente por conocer para nosotros. Sucedió tan solo 150 años atrás, en 1864, cuando el explorador John Hannington Speke descubrió su origen en el lago Victoria. Aunque no fue hasta que Stanley llegó, unos 13 años más tarde, que la teoría se dio por válida.
Estoy en tierra de aventureros. De exploradores. Y así me siento. Montado en mi bici, simulando las historias que los grandes recorrieron casi dos siglos atrás. El día es claro y la temperatura todavía tardará unas horas en remontar a máximos. Así que aprovecho para observarlo con detenimiento. No estamos muy lejos del lago Victoria, apenas unos 500 kilómetros nos separan de Jinja, la ciudad que marca su origen. Así que contando su longitud, que roza los 7.000 kilómetros, se puede decir que aquí el Nilo es todavía un niño recién nacido.
Llegada a Pakwach
Finalmente, salgo y lo dejo atrás, sin más incidentes que el calor que se hace sentir ya extremo en estas tierras. Así que llego a Pakwach y después de comer y descansar, decido dirigirme a la entrada del parque.
Ya de camino me detengo en un gran puente metálico por el que cruzo el Nilo. La visión bien merece una fotografía. Pero entonces, el miedo me asalta de nuevo. Oigo gritos. Un militar se dirige corriendo hacia mí. Va armado. El miedo recorre momentáneamente mi cuerpo. Un escalofrío camina por mi columna. Mi visión debe ser casi cómica. Un blanco en medio de un puente fotografiando el río Nilo enfundado en unas mallas de ciclista, pero a él parece no hacerle gracia.
Miro atrás. Buscará a otra persona, me digo. Pero estoy solo, así que evito el impulso de saltar al río y me dispongo a saber qué pasa. Me dice que está prohibido fotografiar desde allí la estructura metálica del gran puente. Quiere mi teléfono. Decido hacerme el tonto y disculparme. No busco objetivos militares. Tan solo soy un blancucho que se dirige a la reserva en bicicleta. Le enseño la foto. No aparece el puente. Así que se calma y surge en él la amabilidad africana que tanto sé que echaré de menos a mi vuelta.
Pasados unos minutos, reemprendo la marcha y me dirijo finalmente al parque.
El guarda
Cuando llego a la entrada del parque, la cara del guarda parece un poema al verme. Se suceden en mi mente imágenes de cómic: sus ojos se doblan en tamaño sorprendidos y la mandíbula casi se le desencaja.
-¡Hola! - Con el guarda todavía con la boca abierta, le saludo con una sonrisa.
-¡Uh!… Hola - Le cuesta reaccionar. No debe ser normal ver un blanco en bicicleta en la puerta del parque.
-¿Dé dónde vienes? - Me pregunta.
-¿Hoy? ¿O desde el inicio? Mi viaje empezó en Camerún, pero hoy tan solo desde Pakwach. Ha sido día tranquilo.
Silencio.
La barbilla le roza el suelo. Y los ojos parecen salírsele de sus órbitas. Estoy por preguntarle si se encuentra bien. A lo mejor le puedo ayudar en algo, a cerrarle la boca por ejemplo, que hay muchos bichos aquí. Pero entonces, finalmente, reacciona y empieza a acribillarme a preguntas curiosas. Es amable y la conversación fluye con facilidad. Finalmente, cuando se entera de que quiero cruzar el parque en bici, se ríe. Cree que bromeo. Pero al ver mi semblante serio se da cuenta de que no.
-¿Estás loco? - me espeta.
Yo le digo que sí. Que por supuesto. Que me he cruzado casi dos tercios de África montado en una bici. Así que muy cuerdo no puedo estar. El parque solo es un pasito más.
Cuando ve que sigo firme, decide consultar con sus superiores. Y después de una larga espera, me dicen que sí puedo, siempre y cuando firme una carta que les exonere de toda responsabilidad. Es en ese momento que me doy cuenta de que quizás estoy traspasando los límites de la prudencia.
- Pero, ¿es peligroso? - le pregunto pensativo.
Me mira con cara de quien ve un extraterrestre:
-¡Pues claro! ¡Hay leones!
Le digo que pensaba que los leones se mantenían alejados, pero veo que quizás no tanto como yo creía. Finalmente, decido optar por la prudencia. Montado en una bici, un elefante, un león o un hipopótamo pueden acabar con mi aventura rápidamente. Así que decidimos que a la mañana siguiente alguien me lleve en coche a un alojamiento en el centro del parque. Ya que estoy ahí, me gustaría dormir por una noche en la reserva y ver las cataratas.
Mi amigo el elefante
A la mañana siguiente, apenas sale el sol, me dirijo a la reserva. Aunque la sorpresa vendrá antes de llegar a su entrada. Estos parques no están cerrados por muros o alambradas. Están abiertos, para no impedir que los animales sigan su camino natural. Lo único que delimita su entrada es una garita y una barrera en el camino que se adentra en ella. Así que no es extraño encontrarse animales fuera.
Y a 200 metros de la garita, en medio del camino, me encuentro que un elefante enorme obstaculiza mi paso. Estos animales, a pesar de su imagen benévola, pueden ser muy peligrosos y si se ponen nerviosos y deciden dirigirse hacia alguien, alcanzan velocidades superiores a las que puedo alcanzar yo con mi bici. Hay que ir con cuidado para no molestarles ni obstaculizarles. Pero resulta que este está en medio del camino.
Me paro. Entonces el elefante se da cuenta de mi presencia. Me fijo en sus orejas. Me dijeron que si las abre y cierra rápido, lo mejor que se puede hacer es correr y ponerse en lugar seguro. Pero claro, en medio de la sabana no hay ninguno. Observo sus orejas nuevamente, parece que las mueve, aunque no de forma violenta. Está un poco nervioso. Pero estoy seguro de que no tanto como yo. Finalmente, decide moverse y se coloca a un lado del camino. Pero para que me sienta mejor, la distancia no es suficiente. Si decide que le molesto quizá pise mi bici y a mí con ella. A pesar de ello lo veo más tranquilo, así que paso y todo transcurre sin problemas hasta la garita, desde donde diviso tres o cuatro elefantes más. Ya en sitio seguro, es una visión hermosa. Es en ese instante cuando se acercan unos grandes babuinos, para acabar de poner la guinda al pastel.
Me siento agradecido con la naturaleza. Y conmigo mismo por haber decidido tomar un transporte que no sea la bici para adentrarme en zona animal. En África, las imprudencias te pueden costar la vida.
(continuará)
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