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“Si no vendes tus tierras, las venderá tu viuda”

Montes de María fue una de las zonas calientes del conflicto colombiano, que ocultaba una lucha por las tierras que los campesinos siguen sin resignarse a perder

Pablo Linde
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“Si no vendes tus tierras, las venderá tu viuda”. El conflicto armado que ha asolado Colombia durante más de medio siglo es muchas cosas. Entre ellas, una disputa entre campesinos y terratenientes por la propiedad del suelo. Los Montes de María, un área del departamento de Bolívar donde esa frase se hizo famosa para amedrentar a los agricultores, es uno de los ejemplos más palmarios de este fenómeno. Entre finales del siglo pasado y la primera década de este ha sido escenario de decenas de masacres que se han cobrado más de 4.000 vidas, un número indeterminado de violaciones y decenas de miles de desplazamientos forzosos.

Hoy en este territorio no se puede hablar de paz completa, pese a que las FARC dejaron las armas hace más de un año y a que los paramilitares llevan tiempo sin sembrar el terror. No si por ella se entiende la ausencia de miedo, el poder caminar por las veredas, como sucedía antaño, sin temor a que algo malo ocurra, ser capaz de vivir de la tierra y sufragar con sus frutos el futuro de las siguientes generaciones. El conflicto ha dejado una herida en los Montes de María que tardará en cicatrizar.

El propio paisaje ha cambiado. Lo que antes era una despensa de la región, plagada de terrenos cultivados por los campesinos, se ha convertido en lo que Miguel Flórez Garay, técnico pecuario, denomina “un desierto verde”. El monocultivo de palma aceitera se ha apoderado del territorio al mismo tiempo que los grandes empresarios compraban parcelas a precio de saldo a los campesinos, aprovechando que los mercenarios de las autodefensas contra las FARC los habían echado de sus tierras.

Durante los años setenta y ochenta, la lucha campesina había logrado numerosos títulos de propiedad para quienes la cultivaban. Pero esto se revirtió en la época más dura del conflicto

¿Casualidad? La opinión generalizada entre los lugareños es que no. Que la clave del conflicto en las últimas décadas no ha sido ideológica ni de seguridad, sino la apropiación de las tierras. Durante los años setenta y ochenta, la lucha campesina había logrado numerosos títulos de propiedad para quienes la cultivaban. Pero esto se revirtió en la época más dura del conflicto, entre finales de los noventa y principios de los 2000. Lo asegura Wilmer Vanegas, líder campesino y enlace municipal con las víctimas en María la Baja: “Teníamos autonomía alimentaria y con el conflicto armado todo se pierde. No fue gratis: logró que Montes de María se llenara de grandes empresarios en detrimento de la economía campesina. El temor pasó a ser que hubiera desplazamientos, pero no por la violencia, sino por la falta de comida”.

Jairo Barreto, líder campesino de Chengue, donde sucedió una terrible masacre por parte de los paramilitares en 2001, relata cómo era este proceso de apropiación de tierras: “Ha habido toda una estrategia de intimidación. Iban, ubicaban a una persona que estaba en una ciudad pasando hambre, le ofrecían una suma que nunca antes habían contado y vendía. Pero había campesinos resistentes. A ellos les empezaban a comprar alrededor, cerraban los caminos de servidumbre, por donde pasaban; el pozo, que era comunitario, se convertía en propiedad privada. Les iban cortando el agua, la movilidad y se veían obligados a vender al precio que fuera”.

Plaza principal de María la Baja, en Montes de María (Bolívar, Colombia).
Plaza principal de María la Baja, en Montes de María (Bolívar, Colombia).Levis Bernal / Ayuda en acción

Esa es la historia de cómo cientos de campesinos que tuvieron que huir de su casa por las masacres se quedaron sin lo que era su medio de vida. Fue la vuelta al statu quo previo a los años ochenta. El conflicto ha servido para volver a poner las cosas en su sitio: terratenientes cada vez más poderosos, campesinos cada vez más pobres. Este periódico ha intentado recabar, sin éxito, la versión de algunas de las grandes empresas que ahora cultivan palma en Montes de María.

Vanegas estuvo en las negociaciones de La Habana, donde las FARC y el Gobierno colombiano se sentaron en un proceso que duró años y que culminó con el cese del fuego bilateral y definitivo entre el Estado y las FARC de 2016 y la entrega de armas, que se produjo el pasado junio. De allí salió “eufórico” con algunos de los acuerdos alcanzados, concretamente los que establecían que los campesinos iban a recuperar las tierras que se les hubieran despojado ilegítimamente. Pero el plebiscito que, por una exigua mayoría, rechazó el acuerdo de paz en octubre del año pasado, puede poner todo esto en peligro. Los campesinos temen que las nuevas leyes de tierras no se ajusten a sus necesidades y que les condenen a una vida de miseria por culpa de una guerra en la que no tomaron parte. Curiosamente, muchas de las zonas más duramente golpeadas por el conflicto votaron mayoritariamente por el sí, por la reconciliación y el perdón, mientras que en algunas grandes ciudades donde muchos de sus habitantes ni siquiera lo vieron de lejos, triunfó el no.

Pero, como dice Pedro de la Rosa, miembro del espacio de Organizaciones de Población Desplazada de Montes de María, la paz no es algo que se firma en un papel: “La paz se construye desde el territorio”. Forma parte del equipo de Comunicación de esta asociación, un grupo que trata de contar las historias silenciadas durante años desde dentro para que se repita en Montes de María la vida que tenían hace 20 años. “La gente se movilizaba por las montañas y ni los perros les ladraban, pero hoy tenemos miedo hasta de la sombra. Porque los conflictos internos no son solamente FARC: nuestros compañeros que fueron a la Habana a contar nuestros problemas fueron amenazados apenas llegaron”, relata.

Los campesinos reclaman esta presencia del Gobierno, no solo para asegurar la seguridad, sino también para reconstruir todo aquello que se destruyó

No habrá paz hasta que los líderes comunitarios no puedan vivir tranquilos. Y, en Colombia, hoy por hoy no lo hacen. En la primera mitad de este año han sido asesinados 52. Aunque las FARC ya no matan, hay todavía a quien no le interesa que los campesinos luchen por sus derechos, por sus tierras, por llevar una vida digna. En los territorios que fueron protagonistas del conflicto de la guerrilla se ha pasado a esta violencia de menor intensidad. Según Eduardo Álvarez Vanegas, director del área de Conflicto y Negociaciones de Paz de la Fundación Ideas para la Paz, las FARC construyeron unas fuentes de poder y gobernabilidad en lugares donde el estado “jamás llegó”. Al desaparecer la guerrilla, se crea un vacío de poder que otros movimientos aprovechan. “Nuestro trabajo de campo ha mostrado que hay violencia que tiene que ver con las agendas que mueven los líderes comunitarios. Nos lo dicen: ‘si denuncio, recibo la amenaza rápidamente’. Pero también hay otra oportunista: esos contextos tan frágiles son aprovechados para saldar viejas cuentas, venganzas, asuntos personales”, afirma Vanegas.

Los campesinos reclaman esta presencia del Gobierno, no solo para asegurar la seguridad, sino también para reconstruir todo aquello que se destruyó. “Toca entrar a que el Estado compre tierra o que la ley les quite esas tierras y entre a una bolsa para ser redistribuidas entre los campesinos que las perdieron”, reclama Barreto, el líder campesino. Pero no solo eso, las víctimas piden compensación en forma de carreteras, hospitales, escuelas, servicios públicos que merecen como ciudadanos colombianos y de los que no disfrutan. “Como desplazados no hemos sido escuchados como debemos ser, no tenemos agua potable, las calles son un desastre, hay mucha drogadicción. Lo que pedimos es que nos indemnicen, que nos arreglen el centro de salud, la casa de la cultura, el colegio para los niños…”, pide Josefa Castillo, desplazada de su comunidad y líder comunitaria en María la Baja.

En este municipio, con más de 19.000 víctimas reconocidas, casi el 40% de la población, se creó la figura del enlace Municipal con las víctimas. La encarna Vanegas, que tuvo que abandonar su tierra dos veces por las amenazas y las masacres. Hoy su papel ha pasado del activismo a la institucionalidad para ir consiguiendo “pequeños logros que pueden suponer una gran diferencia para los afectados”. Desde que hace un par de años llegó a su puesto, se enorgullece de algunos, como aportar un servicio sanitario que pague los medicamentos a quienes sufrieron el conflicto o ayudarles en los funerales cuando se les muere un familiar. “Se trata de que no sean revictimizados por su falta de recursos económicos”, cuenta.

Ser mujer, rural y en zona de conflicto

Una de las formas de sembrar el terror en el conflicto armado de Colombia fue usar el cuerpo de la mujer como campo de batalla. Violarlas era parte de las tácticas de guerra, otra forma más de los paramilitares de hacerles saber a los campesinos que podían hacer con ellos lo que quisieran si no se iban de sus tierras.

Ser mujer rural supone ya de por sí una doble discriminación en zonas tremendamente machistas. Las que además viven esta situación en un lugar de conflicto, tienen un triple reto. En 2003, en plena guerra, nació la Red de Mujeres Rurales Norte de Bolívar. "Hemos creado una hoja de ruta que las mujeres pueden seguir si son violadas o maltratadas. Antes si aparecía una mujer con marcas es que había sido golpeada por la cama o por la mesa, hoy eso se ha vuelto chistoso; ya la cama no golpea, la mesa no golpea… ellas lo tapaban por el temor. Ahora una maltratada por el marido lo denuncia, y si no lo hace ella, otra de la red puede hacerlo, antes eso era muy difícil", explica Nílida Ballesta, de 53 años, una de las integrantes de esta red apoyada por la ONG española Ayuda en Acción (que ha hecho posible la logística para este reportaje).

Pero esta unión de mujeres en un entorno tan machista va más allá de defenderse de las agresiones físicas. "Nos juntamos para liderar un proceso donde podamos decidir, opinar y que no sean nuestros maridos los que lleven las riendas del hogar. Tenemos derecho, por la libertad de expresión, de oportunidades, de decidir", apunta Ballesta. Su compañera Dubeth Ballesteros añade la importancia para ellas de lograr una independencia económica: "Antes estábamos muy acostrumbrados a que el hombre dispusiera qué se cocina, cuánto había para la comida. llegó un momento en el que queríamos hacer nuestro aporte, tener para nuestros gastos, empezamos a ver que podíamos trabajar".

Desde que comenzó, la red fomenta pequeños emprendimientos, la venta de artesanía o la integración de las mujeres en la agricultura. Algo que estaba reservado a los hombres, como recuerda Ballesteros: "Había unas raíces machistas que hasta nosotras apoyábamos. Mi mamá, a la que yo quiero mucho, decía: 'El hombre no está para hacer comidas".

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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