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Columna
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Los rincones de la estupidez

Rosa Montero

HAY UN rincón de estupidez hasta en el cerebro del hombre más sabio”, dijo Aristóteles, probablemente tras haberlo experimentado en sus propias carnes. La necedad brilla de manera más aparatosa cuando nuestra mente colisiona contra los dos mayores enemigos de la razón y la convivencia: los prejuicios y los dogmas. Los primeros son esos parásitos del pensamiento, anteriores al juicio y por lo tanto inconscientes, que todos padecemos (bien es verdad que unos más que otros). Por ejemplo, y ciñéndonos tan sólo al prejuicio machista, que da mucho juego, diré que el filósofo Locke, defensor de la libertad natural del hombre, pensaba que ni los animales ni las mujeres participaban de esta libertad, sino que tenían que estar subordinados al varón. Rousseau aseguraba que “una mujer sabia es un castigo para su esposo, sus hijos, para todo el mundo”. Y el gran Kant, de cuya sabiduría nadie puede dudar, sostenía que “el estudio laborioso y las arduas reflexiones, incluso en el caso de que una mujer tenga éxito al respecto, destrozan los méritos propios de su sexo”. En fin, ya se sabe que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio, como decía Einstein.

Un fanático, es alguien con una construcción personal tan frágil, egocéntrica, inmadura o enferma que necesita un armazón de certezas rotundas para tenerse en pie.

En cuanto a los dogmas, son fisuras en el equilibrio emocional que nos pueden llevar directamente al abismo. Un dogmático, un fanático, es alguien con una construcción personal tan frágil, egocéntrica, inmadura o enferma que necesita un armazón de certezas rotundas para tenerse en pie. Voy a citar de nuevo a Kant (hoy me he levantado muy citona): “La inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”. Muy cierto, si tomamos la palabra inteligencia en su sentido más amplio, es decir, no sólo como una aptitud para el razonamiento abstracto, sino también para la madurez emocional, para la comprensión de uno mismo y de los demás. ¿Se puede ser sabio siendo una mala persona? Este es un viejo e interesantísimo debate aún sin resolver. El filósofo Heidegger fue partidario de los nazis, y el historiador francés Christian Ingrao, en su libro Creer y destruir, los intelectuales en la máquina de guerra de las SS (Acantilado), demuestra cómo los peores criminales del Tercer Reich, los mandos que dirigieron el Holocausto, fueron hombres de alta capacidad intelectual con doctorados universitarios. Personalmente yo creo que no se puede ser sabio si eres un malvado; puedes ser culto, incluso brillante; pero esa debilidad personal, esa enfermedad moral que te impulsa a arrojarte en brazos del fanatismo, crea un rincón ciego en tu cerebro que hace que cometas los errores más espantosos. Sin empatía no hay verdadera sabiduría. En la mente de todo ser humano no sólo hay una dosis de estupidez, sino también la terrible posibilidad de crear un infierno.

Pero además hay quien sostiene que nuestro intelecto no sólo puede estar infestado por la necedad y por el delirio dogmático, sino que ni siquiera rige nuestra vida. El neurocientífico David Eagleman, en su formidable libro Incógnito (Anagrama), dice con inquietante elocuencia que “casi todo lo que hacemos, pensamos y sentimos no está bajo nuestro control consciente (…). La conciencia es como un diminuto polizón en un ­trans­atlántico”. Es decir, que creemos que dirigimos nuestras existencias, que tomamos decisiones voluntaria y libremente, que apoyamos estas o aquellas ideas porque así lo queremos, y en realidad, según Eagleman, somos poco más que un cúmulo chisporroteante de células que campan por sí solas sin más sentido que el de seguir siendo.

En fin, no comparto con Eagleman una conclusión tan radical (aunque debo decir que sus argumentos son difíciles de rebatir), pero de lo que sí estoy segura es de que los humanos chillamos muchísimo y nos golpeamos el pecho como gorilas para alardear de nuestras opiniones, y en realidad somos pequeños, irresponsables, contradictorios y lerdos (no hay más que asomarse al griterío de las redes para comprobarlo). No somos nada, somos un amasijo paradójico, y el único camino hacia una posible sabiduría es asumirlo. Lo dijo consoladoramente Walt Whitman en sus hermosos versos: “¿Me contradigo? Muy bien, pues me contradigo. Soy grande, contengo multitudes”.

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