Paz en el ‘balneario de las FARC’
El paraíso natural de Caño Cristales, instransitable hace unos años por el conflicto armado de Colombia, es hoy un destino creciente de ecoturismo
En una fiesta para turistas en el interior de Colombia, cerca de la Amazonía, los bailes de joropo, una danza tradicional de furioso zapateo, se entremezclan con las proclamas del presentador del espectáculo: “Díganle al país y al mundo entero que mi Macarena es segura, que mi Macarena vive en paz”. Cuando hay que repetir algo así una y otra vez, hay dos opciones: o es mentira o el pasado fue muy truculento.
La Macarena, un municipio en el departamento de Meta, es segura. Y, hoy, vive en paz. Pero esto no ha sido siempre así. Su principal tesoro, Caño Cristales, el río que algunos denominan el más hermoso del mundo, era una zona vetada a los visitantes hasta hace menos de una década. Quienes allí se aventuraban, muy probablemente se cruzarían con grupos de las FARC. Fue un territorio tomado por la guerrilla que se llegó a conocer como su balneario privado.
Los visitantes de hoy se toparán con toda seguridad con el Ejército, que está en cada esquina del municipio, en cada rincón del campo. No pueden permitir que este entorno de incalculable valor natural y creciente ecoturismo se vea amenazado por los grupos insurgentes que se resisten al alto el fuego que las FARC firmaron con el Gobierno hace algo más de un año.
Walther Ramos, uno de los guías que —obligatoriamente— acompañan a los turistas por las caminatas que discurren paralelas al cauce del río, también conocido como de los cinco colores, resume así la historia del turismo en la Macarena, el antes y el después de la guerrilla: “Hace 20, 30 años, de vez en cuando aterrizaba un avión. La gente de aquí iba corriendo al aeropuerto a saludar a los visitantes cuando llegaban; se adentraban en el río y no los volvían a ver hasta días después, cuando cogían el avión de vuelta. Estaba montado por empresas de fuera. Hoy todo está controlado por Cormacarena [un organismo oficial de conservación del parque] y todos los beneficios del turismo recaen acá: en los guías, los restaurantes, los hoteles, quienes llevan las canoas...”.
Pero entre ambos momentos hubo una historia truculenta. La guerrilla operó por la zona y la hizo impracticable para todo el que no fuera oriundo, so pena de secuestro. Se apoderó de tal modo del entorno de Caño Cristales que en 1998 formó parte de la denominada zona de distensión, en la que el gobierno de Andrés Pastrana cedió el control a las FARC para tratar de avanzar en las negociaciones de paz.
La ley de la guerrilla imperó durante años: pena de muerte a quienes consideraban criminales, abusos de poder y un aislacionismo y un celo ecológico que, eso sí, preservó lo que hoy es el parque natural
Francia Elena Londoño, que hoy tiene un pequeño puesto de avituallamiento en el camino que hay entre el pueblo y el caño, justo después de atravesar el río Guayabero, recuerda esa época como relativamente tranquila, pero con la constante tensión de que un grupo de guerrilleros pasase y pidiese comida, transporte, cama. Todo sin pagar, claro. “También intentaban reclutar a los más jóvenes. Aquí no lo hacían por la fuerza, pero les ofrecían un dinero que, quienes no querían trabajar, aceptaban. Quedaban en deuda y no tenían más remedio que alistarse. A mis hijos les tentaron. Les decían que entrar en las FARC era lo mejor. Pero yo insistía en que no se dejaran convencer. Y no lo hicieron”, asegura.
La ley de la guerrilla imperaba: pena de muerte a quienes consideraban criminales, abusos de poder y un aislacionismo y un celo ecológico que, eso sí, preservó lo que hoy es el parque natural.
Por entonces, el turismo, el principal motor económico de la zona hoy, era inviable, así que los lugareños vivían exclusivamente de la pesca, de la ganadería y de la agricultura. Fue por entonces cuando plorifeló la siembra de coca que financiaba las operaciones de la guerrilla. En este territorio fuera del control del Estado, su plantación fue uno de los principales medios de subsistencia. Hoy, aunque el Gobierno ha establecido un programa de sustitución de cultivos, por el que fomenta el reemplazo de los ilícitos por otros legales con ayudas económicas y medios técnicos, la coca sigue presente en un territorio que combina una mezcla de los tres ecosistemas entre los que está enclavado: amazónico, serrano y llanero.
Manuel Antonio Prada es uno de los agricultores que dejó el resto de los cultivos para plantar coca. “Estamos esperando que el Gobierno cumpla con su palabra y nos ayude a reemplazarlo. Pero no me extraña que mucha gente siga con ella, es más fácil de transportar y más rentable. Si cultivas un poco de maíz y lo traes a la plaza del pueblo, es demasiado, sobra. Y las comunicaciones aquí son muy malas como para llevarlo a otros lugares”, se queja. Como muchos habitantes de La Macarena, su contacto con la guerrilla fue frecuente. Tenía que transportarlos en su canoa, ya fuese cobrando o gratis. “No podías negarte”, justifica. Ahora está bajo arresto domiciliario desde hace un año, investigado por estas relaciones con las FARC.
El ecoturismo es hoy el motor económico de la zona, pero todavía quedan plantaciones de coca, el principal ingreso a principios de este siglo
La guerrilla tuvo dominio absoluto hasta 2002, cuando se levantó el periodo de distensión. Pero la llegada del Ejército no fue tranquila ni pacífica. Tuvieron que pasar varios años hasta que el Estado tomó por completo el control de la zona. En 2009 se abrió a un turismo todavía temeroso, que poco a poco fue corriendo la voz de que aquella maravilla de río se podía volver a visitar sin miedo. En 2013 se lanzó como destino internacional y, desde entonces, allí acuden una media de 10.000 visitantes al año, de los cuales algo menos de un tercio son extranjeros.
“Con la llegada de la paz ahora tenemos una Colombia más grande, pues a la oferta turística del país se suman nuevas regiones que estuvieron afectadas por el conflicto armado que entran a ser parte del trabajo misional de la entidad, entre ellas, el Meta”, asegura Felipe Jaramillo, presidente de Procolombia, la agencia estatal que promociona el turismo y la inversión exterior —y que ha contribuido en la logística para este reportaje—. "Ahora en paz, comunidades de esas regiones han venido encontrando en el turismo una nueva alternativa de ingresos, y por eso Procolombia, como parte de su estrategia está trabajando en la validación de la oferta en esas regiones de posconflicto con el propósito de acompañarlos en la adecuación y promoción internacionales”, añade.
El gran atractivo de Caño Cristales reside en una planta acuática única que crece en las rocas del río: la macarenia clavígera, formada por unos ramilletes de capullos que, mojados y vistos de cerca, parecen algodones de colores: fucsias, rosas, rojos y verdes. Junto a las piedras amarillas del lecho, ofrecen una visión casi irreal, mágica.
El camino para llegar hasta este paisaje no es sencillo. Solo se puede ver entre junio y octubre, aproximadamente, coincidiendo con lo que allí llaman el invierno, es decir, la época de lluvias. Sin agua no hay río de colores. A la Macarena se puede llegar tras un tortuoso viaje en carretera o, de forma más práctica, en los aviones de hélices que aterrizan cada día en el aeródromo desde Bogotá, Medellín y Sincelejo, siempre que las condiciones meteorológicas lo permitan. Una vez allí —o mejor previamente— hay que contratar las excursiones con una agencia, ya que no se puede acceder al parque sin guía. Desde La Macarena es necesario desplazarse unos 10 minutos en canoa, 40 en todoterreno para comenzar una caminata hasta los alrededores del río que puede variar en función del trayecto que se elija. Según la disponibilidad y la forma física, los hay desde ocho kilómetros hasta alrededor de 15.
La belleza del caño se la da una planta única que la colorea de amarillos, fucsias, rojos y verdes
Todo va regido por cupos, que determinan el número de visitantes máximos por día, y estrictas medidas para no dañar este paraíso, que incluyen no usar cremas solares, repelentes de mosquitos o bañarse en zonas donde la planta se asienta. “Nuestro objetivo hoy es que haya un turismo sostenible y que esto puedan disfrutarlo las siguientes generaciones”, explica Ramos, un guía que reconoce que antiguamente eran ellos mismos quienes no respetaban el entorno: “Arrancábamos las plantas, hacíamos fogatas, no teníamos conciencia”. Pero con el tiempo y programas de capacitación la tomaron, y hoy vigilan celosos que los turistas no anden por donde no deben, arrojen basuras o vayan embadurnados en productos cosméticos. Todo, con frecuencia, bajo la mirada de los militares, que aquí y allá se cruzan por el camino y saludan amables a los turistas para que sus uniformes y sus armas automáticas no les intimiden ni les generen miedo en lugar de seguridad.
Así fue como este entorno paradisíaco dejó de ser la base de operaciones del Mono Jojoy, uno de los dirigentes históricos de las FARC, y también, según dicen, su ‘balneario’. Y se convirtió en un destino de ecoturismo. Seguro y de paz.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.