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Tribuna
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El presidente decorativo

En los últimos años la democracia se ha convertido en un estorbo para la clase dominante de Brasil

Carla Guimarães
Michel Temer, presidente de Brasil
Michel Temer, presidente de BrasilFRANCE PRESS

Hay un hombre sentado en la silla de presidente de Brasil. La silla, sin embargo, no le pertenece. Un golpe de suerte, o sencillamente un golpe, le puso donde está y él ya no quiere levantarse. Ese lugar es suyo, tiene derecho a estar allí. O eso cree él. Lo que el hombre no sabe, o aún no sabe, es que la silla está infectada de termitas, como la del famoso relato de Saramago. Por fuera parece firme y sólida, pero por dentro está prácticamente hueca. La silla está a punto de deshacerse en pedazos y el único destino posible para ese hombre es la caída.

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Cuando aún no ocupaba la silla, el hombre escribió una carta en la que decía sentirse un vicepresidente decorativo. La presidenta era una mujer y en Brasil, como en muchos países, ser decorativo es más propio del sexo femenino. O eso creía él y muchos como él. La carta fue el primer paso para quedarse con la silla. Antes del asalto final, una revista de gran tirada hizo un reportaje sobre su esposa. “Bella, recatada y hogareña”, así la describían. La “casi primera dama”, 43 años más joven que el “casi presidente”, era el modelo a seguir. El error de tener a una mujer en la silla presidencial estaba a punto de ser solventado. En uno de los episodios más oscuros de la reciente democracia brasileña, el vicepresidente decorativo se convirtió en presidente. Meses después, escándalo tras escándalo, el hombre sigue sentado en la silla. Con el dedo en ristre, grita “no renunciaré”. Más que un monarca en su trono, parece un rehén atado con cuerdas a un asiento.

El hombre se ganó la silla bajo la promesa de llevar a cabo uno de los mayores procesos de destrucción de derechos vividos por el país. El pequeño avance en igualdad de los últimos años fue demasiado para la clase dominante brasileña. En muy poco tiempo, un congreso notablemente conservador aprobó leyes que dejaron desprotegidos a los más pobres y echaron por tierra algunas de las más importantes conquistas de los trabajadores brasileños. Si los diputados siguen trabajando a esa velocidad, terminarán por anular la ley Áurea, que abolió la esclavitud en Brasil.

Si la élite se sale con la suya y sigue su impopular programa de gobierno con otro fantoche, la democracia se convertirá en un elemento meramente decorativo

Lo más llamativo de toda esa historia, sin embargo, son los recurrentes escándalos que ilustran sin cesar los periódicos. Cada día los brasileños despiertan con nuevas delaciones, grabaciones inculpatorias y detenciones preventivas. Sobre el hombre sentado en la silla y algunos de sus principales aliados pesan durísimas acusaciones. La supuesta cruzada en contra de la corrupción, que quitó a la presidenta de su silla, irónicamente llevó al poder a un grupo de actuales y futuros imputados. Todos aseguran que son inocentes, pero son tantas las acusaciones y tantos los miembros del gobierno afectados que lo anormal, lo llamativo, lo extraordinario, sería depararnos con la noticia de que hay un hombre honesto en Brasília.

El hombre sentado en la silla se sentía un vicepresidente decorativo, pero es un presidente decorativo. Quizás aún no lo sepa, pero en esa silla podría estar él o cualquier otro. Lo importante es llevar a cabo con precisión y diligencia un programa de gobierno que no fue respaldado por las urnas, sino decidido por una ínfima parcela de la población. El plan de “los descendientes de los señores de esclavos”, cómo decía el sociólogo Darcy Ribeiro, puede ser llevado a cabo por cualquiera. En ese caso, la figura de presidente es tan decorativa como la de un rey europeo. El hombre está sentado en la silla y a la vez en caída libre y a la vez en el suelo. El espacio temporal entre la primera posición y la ultima no importa. Como en el cuento de Saramago, su destino ya está decidido. Por eso miles de personas salieron a las calles de las mayores ciudades del país para exigir nuevas elecciones.

Solo el voto popular puede dar legitimidad a un futuro gobernante. Las fuerzas que pusieron el hombre en la silla intentarán evitarlo a toda costa. En los últimos años la democracia se ha convertido en un estorbo para la clase dominante. La silla, sin embargo, no pertenece al presidente sino a los brasileños. Son ellos, y nadie más, los que deben decidir quien se puede sentar ahí. En el caso de que la élite se salga con la suya y siga su impopular programa de gobierno con otro fantoche, es la democracia la que se convertirá en un elemento meramente decorativo.

Carla Guimaraes es una escritora y periodista brasileña que vive y trabaja en Madrid.

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