Alejandro Sanz, el poder del pop
LLEGA PUNTUAL conduciendo un Range Rover negro. La cita del cantante con tres de sus fans históricos será en un estudio de cine ubicado en la periferia madrileña, en una de esas zonas donde los edificios se confunden con el campo. Es sábado, primera hora de la tarde, y el paisaje luce desierto. El día casi está arrancando para Alejandro Sanz (Madrid, 1968), que acostumbra a encerrarse en el estudio hasta bien entrada la madrugada. En paralelo con la composición de su próximo disco, prepara minuciosamente cada detalle del concierto Más es Más, que se celebra el 24 de junio en el estadio Vicente Calderón, última gala musical en el campo donde el Atlético de Madrid ha celebrado victorias y encajado derrotas, y un lugar icónico en su trayectoria.
Cualquier cosa suya, una colilla misma, valía para adornar el altar de la alejandromanía. Los clubes de fans crecieron por el mundo a medida que lo hacía su carrera.
Fue en ese escenario, si es que se puede medir el éxito, donde se disparó su carrera en 2001 con un estadio abarrotado de público. Solo lo había visto así cuando en 1982 los Rolling Stones desembarcaron en Madrid. Acudió su madre y el entonces príncipe Felipe lo felicitó por teléfono. La gira de El alma al aire llegaba precedida de meses de conciertos, a veces más de uno al día, con Más, un disco que con el tiempo despacharía más de seis millones de discos en el mundo y acabaría convirtiéndose en el álbum más vendido (2,2 millones) de la historia de la música en España. Aquello supuso también el boom de sus fans. Las vallas y la seguridad se hicieron necesarias en las firmas de discos, y la gente esperaba en la puerta de su casa, a cualquier hora, para entregarle una carta o pedirle un autógrafo. Cualquier cosa suya, una colilla misma, valía para adornar el altar de la alejandromanía. Los clubes de fieles crecieron por el mundo de habla hispana a medida que su carrera se encaminaba hacia la leyenda. Las redes sociales y con ellas el acceso en tiempo real a los artistas aumentaron esa comunión emocional. Convertido en uno de los cien influencers del mundo —una lista en la que figuran personajes como Obama o Trump—, su perfil de Twitter cuenta con 16.400.000 seguidores. Con esa corte, parece impensable un paseo tranquilo por la calle.
Lleva seis meses trabajando con una entrenadora personal y desde que practica la religión vegana se le ve más fibroso y delgado. Hace semanas que comenzó los ensayos para el concierto homenaje del Calderón, en el que reunirá a los músicos de su antigua y su nueva banda (21 en total), en su finca de Jarandilla, un paraíso con cultivos ecológicos de olivos, tomates y cerezas. La veintena de invitados, entre los que se cuentan Pablo Alborán y Juan Luis Guerra, con los que repasará los éxitos de su carrera, aterrizan por la finca con cuentagotas. Alejandro no deja cabos sueltos.
Fue idea suya encontrarse con sus fans, como parte de este revival emotivo que supondrá el concierto homenaje. De entre las miles de cartas que le han llegado en las últimas décadas se seleccionaron más de un centenar y, finalmente, se escogieron tres de entre las antiguas. Por deseo del cantante, que siempre ha dado instrucciones a su equipo para que cuiden a su público, las cartas se han guardado todo este tiempo en alguna de sus residencias. Las misivas elegidas fueron enviadas hace al menos dos décadas, cuando Alejandro dejaba atrás al cantante al que adoraban las quinceañeras para convertirse en un artista de fama mundial. En los tres casos, siempre contestó alguien al otro lado del teléfono que figuraba en el remite de la carta. Todos pensaron que eran víctimas de una broma pesada. Como si la botella arrojada al mar con la nota desesperada de un náufrago hubiera llegado a buen puerto.
Esta tarde en el estudio esperan María Sánchez, de 27 años, recién llegada de San Pedro de Alcántara (Málaga), con su hermana; Xabier Gutierrez-Barquin, de 34, que ha viajado desde Bilbao con su esposa, y Raquel Gutiérrez de la Dehesa, de 40, que se ha desplazado sola desde la localidad madrileña de Alcorcón. Los nervios se sienten a flor de piel: apenas han probado bocado, a uno se le descontrola una pierna en un movimiento compulsivo, otros buscan agua con la que combatir la sequedad de la boca o respiran como si el oxígeno estuviera a punto de agotarse. “Esto pasa una vez en la vida”, dice María. Todos se sienten como si les hubiera tocado la lotería. O mejor aún. Solo los que son capaces de aguardar durante horas, bajo el sol o la lluvia, a que se abran las puertas del estadio donde se celebrará el concierto, o aquellos que se abren paso a codazos o saltando vallas, si es preciso, para alcanzar la primera fila bajo el escenario y cantar a pleno pulmón, levantando los brazos, comprenden la intensidad del momento. El autor de Corazón partío no parece aquejado por el síndrome de la superestrella. Sonriente, amable y simpático, pertenece a esa categoría de personas dueñas del protocolo. Queda bien con todos, desde el portero del estudio hasta la directora. Recala apenas unos minutos en la sala de maquillaje. Sobre la mesa del camerino reposan dos sobres blancos con su sello de correos y una carpeta azul con dibujos infantiles y la foto en color de una niña tomada en un fotomatón. “Siempre me ha gustado ponerme en los zapatos de la gente”, dice en el momento previo al encuentro.
Heredero de la mejor música italiana de los años sesenta del siglo pasado (Gino Paoli o Lucio Dalla se cuentan entre sus referencias) con toda su exaltación del amor, Sanz destacaba como una rara avis en un mercado donde triunfaba el rock de los noventa. Miguel Bosé, al que seguía en los conciertos antes de convertirse en amigo —“con él aprendí a cocinar”—, había triunfado en la década anterior con su Linda. En España arrancaban las primeras televisiones privadas y con ellas se iniciaba la conquista del mercado latino. Tras la estrella se descubre al músico. Como productor y compositor ha dado forma a una marca flamenca sin quejío, esa que representan artistas como Niña Pastori. Se define como flamenco sin carné. A lo largo de su carrera ha buscado rodearse de primeros espadas musicales como el productor Emanuele Ruffinengo, con quien grabó Más y al que perdió de vista cuando se convirtió a la cienciología. Ha colaborado con Alicia Keys, Tony Bennett (“el primero en llegar y el último en salir del estudio”), Shakira y Marc Anthony. Paco de Lucía, al que conocía desde niño cuando veraneaba cerca de Algeciras en el pueblo de su madre, fue un referente y colaborador constante en su carrera. Su muerte lo ha dejado huérfano. Se juntaban en su casa de Miami, le enseñaba las maquetas, discutían sobre música y se reían mucho.
Ha diseñado hasta el mínimo detalle el concierto del Calderón. Lleva seis meses trabajando con una entrenadora personal y luce más delgado y fibroso.
Perfeccionistas hasta la muerte, Alejandro recuerda la única vez que discutieron: “Serían las cinco o las seis de la madrugada y no nos poníamos de acuerdo con una música. Enfadado, le dije que era muy feo y él respondió: ‘Tú también’. Nos fuimos a la cama y al encontrarnos por la mañana seguimos buscando el mejor sonido”.
Ha vendido 25 millones de discos y ganado, entre otros, 20 Grammy latinos y 3 americanos. Canciones como Y ¿si fuera ella? y Corazón partío se han convertido en himnos, pero eso no le ha hecho bajar la guardia. Conoce el precio de la fama. Hijo de una familia humilde del madrileño barrio de Moratalaz, no ha olvidado su origen ni a su gente. Sus padres surgen de manera recurrente en la conversación. Fue un niño querido pero no mimado y se siente orgulloso de la educación recibida; por eso trata de transmitírsela a sus cuatro hijos, que han nacido con su padre convertido en una estrella mundial.
Nada que no sepan María, Xabier y Raquel. Los tres conocen al detalle la biografía del cantante que ha puesto la banda sonora de sus vidas. Hoy todos tienen hijos, trabajo y problemas reales. Lo siguen desde que debutó en la música con Viviendo deprisa (1991), se engancharon con Más (1997), se hicieron mayores con El tren de los momentos (2006) y conocen de memoria todas las letras de Sirope (2015). Han crecido en paralelo al artista y ahora inculcan su música a sus hijos. María Sánchez contaba nueve años cuando la llevaron a un concierto de Alejandro Sanz en Marbella. Se había tomado su tiempo preparando la carpeta que le iba a entregar. Dibujó las líneas sobre el folio en blanco para garabatear sin torcerse: “Te quiero decir que eres un buen cantante y muy guapo”, escribió. Fue su hermana mayor, la misma que la acompaña esta tarde, la que al concluir la fiesta se acercó a las primeras filas y lanzó al escenario la carpeta que contenía su carta. “Llama, llama por favor”, rogaba en la posdata, donde incluía el teléfono de la papelería de sus padres. Pasó años preguntando: “¿Ha llamado?”. Y su obcecación se convirtió en la burla familiar. Hoy vive, felizmente casada, en San Pedro de Alcántara, tiene una niña de dos años y trabaja en un colegio concertado, donde ejerce como maestra de infantil.
Raquel Gutiérrez de la Dehesa, madrileña de Alcorcón, se enganchó al sonido Sanz con Los dos cogidos de la mano, canción que escuchó de fondo en un programa de televisión mientras estudiaba. “Tenía 14 años y era lo que pegaba para mi edad”, cuenta. Lo persiguió por todos los programas de radio y televisión que pudo. Para verlo en Las Ventas, hizo cola durante tantas horas al sol como para que se le grabara la camiseta en el cuerpo y le tuvieran que echar vinagre al entrar en la plaza para paliar las quemaduras. Lo suyo, más que una carta, fue una lluvia de poemas desgarrados por un amor que se rompió (“desde que te conocí, mi vena artística afloró y comencé a escribir mis primeras letras”, escribía en la nota). Finalmente derivó su carrera como auxiliar de clínica en una consulta médica.
También Xabier Gutierrez-Barquin atravesaba la pubertad con los sentimientos a flor de piel cuando se quedó colgado con Mi primera canción. Guarda las entradas de los conciertos, los mismos que esperó sin éxito para saludarlo al concluir la fiesta. La carta que le ha valido conocer a Alejandro la entregó personalmente en la localidad de Fuente del Fresno, donde vivió el cantante: “Tu música me ha hecho muy feliz”, decía entre líneas. Ahora, con 34 años, casado y con dos hijos, ejerce como asesor de patrimonio en Bilbao.
Ha llegado el momento del encuentro. Alejandro llega al plató. No hay gritos ni la histeria asociada a los fans fatales, solo lágrimas y abrazos. Mientras hablan, le tocan como para comprobar que sigue ahí, que es real. “Estás igual que en la foto de cuando eras niña”, le dice a María. Hay frases cariñosas para todos. Xabier se ha venido con la guitarra para que se la firme, y tras afinarla escribe en la dedicatoria: “Ahora no tienes excusa para seguir tocando”. Juntos rememoran los programas de radio, los conciertos a los que han asistido: Madrid, Bilbao, San Sebastián, Málaga, Las Vegas…
“Lo pasamos bien aquel día”, dice el músico.
“Se me hizo muy corto”, replica Raquel.
“¡Chiquilla!, si estuvimos dos horas”.
Han traído vinilos, VHS y camisetas con las caras de sus hijos impresas para que se las dedique. Raquel tiene enmarcado un autógrafo suyo y en su perfil de Facebook ha colocado la foto de ambos. Y él les corresponde con invitaciones para el concierto del día 24 en el Calderón. Los tres tenían esa espinita clavada en el corazón puesto que no les dio tiempo a conseguir entradas, tras agotarse a los 20 minutos de ponerse a la venta. “Disfrutadlo en directo. Dejad el móvil en el bolsillo. El público forma parte del espectáculo. Ahora, al final de los conciertos te preguntas: ‘¿Qué pasa? ¿Por qué no aplauden?’. Y miras y están todos con el móvil”. Radiantes, le responden que sí, que la vida solo se vive una vez.
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