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Columna
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Saber cuidar

TRAS EL ESTRENO de la película María (y los demás) he asistido a muchos coloquios en diferentes ciudades. En todos ellos es habitual que alguna mujer del público muestre su sorpresa, algunas veces incluso enfado, ante un filme con un personaje femenino, a su parecer, más propio del siglo pasado que de este.

El largometraje es un retrato agridulce de una treintañera en crisis (Bárbara Lennie) que, debido a las circunstancias y a su forma de ser, ha terminado por atender a su padre enfermo hasta el punto de estancarse en ese rol y convertir esa labor en una excusa para no cuidar de sí misma.

A determinadas espectadoras parece que les moleste que una mujer joven decida hablar sobre otra mujer, también joven, que vela por otros. Como si sintieran que vincular a la mujer con ese acto responde a un referente anticuado. Como si ocuparse de los demás ya no tuviera que formar parte de la realidad femenina. Hay otras espectadoras, sin embargo, que reivindican con orgullo nuestra capacidad –mayor que la del hombre, dicen– para cuidar del otro.

Es innegable que durante mucho tiempo estas tareas han sido prácticamente exclusivas de las mujeres. Ellas, en la invisibilidad de la esfera doméstica y privada, eran las encargadas de cuidar de los demás. Pero no creo que debamos considerar esta capacidad una cuestión de género y mucho menos asumir ese papel solo por ser mujeres. Comparto el rechazo a perpetuar ese vínculo entre mujer y cuidadora, pero creo que reivindicar la igualdad no implica desmerecer el hecho.

Bárbara Lennie y, de espaldas, José Ángel Egido, en un fotograma del filme María (y los demás).

A mi parecer, cuidar es un acto de amor, necesario y generoso. Todos deberíamos ser capaces de atender tanto a los demás como de nosotros mismos. Todos hemos sido cuidados, de niños o cuando hemos enfermado, y lo más probable es que en un momento dado de nuestras vidas tengamos que asistir a otro, a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestra pareja, a nuestros amigos… Cuidarnos los unos a los otros es una labor que nos une, nos ayuda a crecer, nos humaniza. Nos permite poco a poco ir tejiendo esa red que nos protege del desarraigo, del abandono y de la soledad. Reivindicarlo como un acto de generosidad y no como una forma de llenar un vacío o suplir una carencia, como termina por ser el caso de María en la película, me parece imprescindible en la sociedad actual.

Hoy en día da la sensación de que nuestra realización como personas supone una cierta deshumanización. Como si la felicidad se hallara en la negación de todo aquello que suponga un esfuerzo, cierta idea de renuncia, de dependencia. En una sociedad así, cuidar del otro parece un concepto venido a menos, un acto que solo implica sacrificio y que nos priva de nuestra libertad. Quizá nuestra libertad consiste en decidir si queremos o no atender a alguien, y cómo. O si queremos o no ser cuidados, y por quién.

Deberíamos plantearnos a qué modelo de mundo aspiramos: a una sociedad ególatra, desapegada e indiferente o a una sociedad generosa, solidaria y consciente de las necesidades de unos y otros. —

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