Chicle maya para apuntalar la selva
Desde la Riviera Maya, una cooperativa exporta goma de mascar real y orgánica. Sus 1.200 chicleros extraen la resina del chicozapote trepando con espolones y machete
A última hora del día, entre tranquilos paseantes de la elegante Avenida Juárez, en el centro de Ciudad de México, una señora con buzo de trabajo gatea cabizbaja. De repente, clava una espátula en una baldosa y se ensaña con una mancha negra. Solo en la calle Madero, su prolongación peatonal, durante 2011 se despegaron 150.000 trozos de goma de mascar. El problema es global ―los ingleses se dejan al año unos 150 millones de libras―, pero en México, despegar un chicle puede triplicar su precio de venta. Y esa goma suele venir de la vecina Puebla, donde Cadbury-Adams, hoy filial de Mondelez, produce 75.000 toneladas al año. El 50% es para consumo nacional.
Eso es goma de mascar. El chicle ―palabra náhuatl, resina natural― no lleva mentol, ni acidifica la saliva, ni se pega al suelo o al cabello. El chicle se cocina. Y en último kilómetro del sudeste mexicano, en la esquina de la península de Yucatán, se lleva a cabo el paso final del proceso: el enfardelado. Antes de eso, en la selva, la cáscara se chipea, el palo se desconcha y se tronquea y luego se florea; entonces el látex colea, cuaja en la paila con ayuda de un chamol; se enmarqueta, se cala y se pignora. Y después, enfardelado, básicamente se exporta.
"En México no tenemos grandes ventas", cuenta Jorge Rojas, gerente de transformación del Consorcio Chiclero de Chetumal. "El chicle es mucho más caro que la goma de mascar, pero nosotros no hacemos goma base solo por la goma base". El Consorcio agrupa a 1.200 chicleros activos. En un vídeo de FIRA, un fondo federal para la industria agraria, consta como empresa modelo. En otro, sale un paquetito y la voz de fondo dice: "Aquí también hay un hombre, una gorra roja, su machete y la selva".
Los orígenes
La leyenda dice que, allá por 1860, el expresidente Santa Anna lo mascaba mientras se entrevistaba con un industrial durante su exilio gringo. El industrial supo que esa resina venía del chicozapote, un árbol del Caribe mexicano. Se le pareció al hevea brasiliensis, árbol del caucho, y compró un lote pensando en fabricar neumáticos ―la idea prosperó: la goma base actual es de Goodyear―. Rojas dice que el brasiliensis se parece mucho, pero es muy diferente. Allí se mascaba spruce, una resina de pino, y el industrial vio a una niña comprarla. Recordó a Santa Anna y probó a mezclar su látex con azúcar. “La primera patente era algo muy duro, pero desarrolló recetas y tecnologías para venderlo como goma de mascar”, cuenta. Al fin, le puso su apellido: Adams.
A finales del XIX, las exportaciones de azúcar, henequén, caoba y palo de tinte hacían de Yucatán parte del mercado mundial, y la oligarquía de hacendados condicionaba su integración en México a un proyecto federal que les garantizara autonomía. Si los criollos dominaban el eje norte peninsular ―Campeche, Mérida, Valladolid―, la hoy Riviera Maya y alrededores eran zona de comisiones exploradoras costeras, destacamentos militares y mapas a medio trazar. El sur y el este, surcados solo por caminos mayas, eran una selva inextricable para los planes de expansión agraria.
Los mayas habían sido armados por ingleses que a cambio de equipamiento extraían palo de tinte en la Honduras Británica, actual Belice. Fuera de la selva, algunos malvivían empleados en haciendas, y, evangelizados, se les obligaba a costear servicios religiosos, un detalle decisivo. Armados a su vez por el Gobierno yucateco contra el mexicano, en 1947, durante el Yucatán independiente, muchos mayas se levantaron contra los abusos. La Guerra de Castas duraría hasta 1901 y terminó uniendo a Yucatán y a México.
Entre 1890 y 1940 se produjo el auge chiclero. Mayas pacíficos y mestizos integraban los campamentos y los hatos, chicleaban en la selva y proveían al sistema que surtía, entre otras, a Wrigley's y a Adams. Brotaron pequeños ferrocarriles decauville, embarcaderos y pistas para avionetas que conectaban centrales chicleras, ciudades yucatecas, México o Nueva York. Al oeste, el chicle se embarcaba en Campeche, Ciudad del Carmen y Progreso; Cancún era un islote desierto y el chicle salía de Chetumal o Cozumel hacia Nueva Orleans. El Gobierno federal negoció la frontera sur para evitar el rearme maya y tendió incluso una vía para llevar tropas al corazón de los insurrectos. Pero el negocio era tal que en 1917, firmada la paz, el cacique maya Francisco May reparó ese tren y le invirtió el sentido. Ya no traía enemigos: llevaba el chicle al puerto.
La vida del chiclero
Alfonso Valdez, 77 años, alcanzó los tiempos buenos. Comenzó a los 13 en Campeche, con los tuxpeños, reputados chicleros veracruzanos. De julio a febrero, cuando caen las lluvias y la resina escurre, los hatos ―cuadrillas― dejaban sus aldeas para adentrarse ocho meses en la selva. Según Rojas, en total podía haber 20.000 chicleros. Desde 1937, tiempo del presidente Lázaro Cárdenas, se asociaron en dos cooperativas, aunque había contratistas libres que formaban hatos. Valdez, que trabajó en ambos esquemas, recuerda una sola selva: “En Guatemala eran puros contratistas, nos pagaban algo más, y en dólares”. En la cooperativa Los Chenes los recogían en avioneta, pero en Guatemala no: él y otros 39 mexicanos, por ejemplo, debían presentarse en tal punto de selva. “Eran ocho días caminando, de Escárcega a Carmelita, por los mismos caminos madereros, veredas. A veces [estábamos] un día sin comer. Brincabas la valla, te esperaban con mercancía y no te la cobraban, nos daban ventajas”. A los ocho meses desandaban el camino cargados de azúcar, pan, galletas, “o latas de tres kilos de leche Klim”.
México es el primer productor y segundo consumidor de goma de mascar con medio kilogramo por persona al año
El chiclero, bien pagado, salía de la selva con un aura en hombre osado, realizado y libre. Pero, tras meses de vida dura, también podía fundirse el ahorro en fiestas, descuidar su milpa ―huerto― por haber comprado todo en lata, importado, y luego requerir un adelanto. La investigadora Ute Schüren ejemplifica en mantequilla danesa y queso holandés lo pernicioso de aquel mito.
El fin de la Segunda Guerra Mundial tumbó los precios y la industria del plástico alcanzó al chicle. “En Chenes, vendieron los aviones y las bestias”, se queja Valdez. “No nos liquidaron; se lo llevaron los presidentes que pasaban”. Los campamentos seguían siendo de difícil acceso y al chiclero se le pagaba poco o en especie. A la desesperada, desde los setenta, el Gobierno intentó imponer a los fabricantes una tasa del 5% de chicle natural.
Chicza, el único chicle orgánico
En 1992, Manuel Aldrete y Gerardo Ramírez habían participado en el Plan Piloto Forestal, un intento de atajar las tropelías administrativas en la explotación de recursos. Aquello y el apoyo del Fondo Nacional para Empresas Sociales permitieron diseñar el Plan Piloto Chiclero. Las cooperativas se asociaron. Y los chicleros, que ―si colocaban su marqueta― aspiraban a cobrar un 30% de su valor, aseguraron un 80%. El kilo pasó a pagarse de nueve pesos a 21. Y quedaba un fondo en forma de “cajones” como seguro de accidentes o de ahorro. En 1997, 56 comunidades trabajaban bajo el mismo esquema. Todo era organizarse.
Por suerte, un pedido se repetía año con año: Lotte Confectionery, gigante asiático del dulce, compraba 400 o 600 toneladas. “Ellos no hacen puro chicle, sino unas mezclas excelentes de sintético y natural”, cuenta Ramírez. “Aunque, para nosotros, es como un crimen...”.
Como había resultados, menguaron las ayudas estatales y solicitaron créditos. En 2006, el Gobierno cuestionó a las cooperativas por sus beneficios fiscales. El Consorcio mutó en sociedad de producción rural y será pronto sociedad anónima. Pero el pedido asiático cayó hasta 75 y 60 toneladas. La razón suena ridículamente lógica: "Para hacer bomba [globo] necesitas meterle sintéticos. Y los jóvenes quieren hacer bomba".
Fue entonces, ante las dudas, cuando se vinieron arriba: recuperaron naves viejas, instalaron filtros para el látex y resistencias para rebajarle la humedad. Un entusiasta japonés empezó a diseñar la goma base. Jorge Verdusco, experto en la coagulación del chicle, tomó las riendas. Y en 2009 llegaba al mercado Chicza, contracción de chicozapote, con su tipografía escurrida y su fondo de tupida selva. Pero llegó al mercado inglés.
“Fue un acierto lanzarlo en Europa”, dice Ramírez. Una visita a Biofach, la gran feria orgánica de Nuremberg, les convenció de que debían apostar al chicle orgánico. Para él, cada chiclero sigue siendo un chef, con sus maneras, pero no bastaba con ser chicle y seguir un proceso ancestral. Lograr el sello que avala cada proceso e ingrediente llevó 18 meses más. Así llegaron a Francia, Italia, Alemania. Hoy hay chicle maya en cinco sabores y 26 países. Nadie es profeta en su selva.
Este es, parece, un chicle más adulto. Una tableta en torno a 2,20 euros gestada a machetazos, cocida bajo el trino de las aves y que revierte las ganancias en su origen.
Sin selva no hay chicle
La soja o el maíz transgénico están afectando la selva, incluso la producción tradicional de miel. El Consorcio, con un vivero propio, ha recuperado 1.500 hectáreas degradadas en Quintana Roo y Campeche con un modelo a base de ramón, pimienta y chicozapote, especies nativas explotables. Pero el litoral sufre hoy la plusvalía de una región turística creada en los setenta. Bajo el mandato del gobernador saliente, Roberto Borge, policía, mafias o grupos de choque llegaban armados y tomaban por la fuerza tierras particulares o protegidas. En Bacalar, un área lacustre de manglares, chicozapote y los sensibles estromatolitos, prolifera la pequeña hotelería. En 2016, hombres de Borge presuntamente trataron de sacar a residentes de la calle principal. En la orilla cristalina también huele a basura quemada y llegan aguas sin tratar. Con mezcla de lástima y sorna, varios locales repetían que “en diez años, ya no habrá laguna”. Hoy, Borge está demandado y prófugo.
La empresa está obligada a dar calidad de vida a los chicleros
Para colmo, la madera del chicle es ideal para los cada vez más embarcaderos privados. “Van a tumbar todo lo que esté parado [en pie]”, se queja Valdez. “Y están talando parejo, árboles viejos y jóvenes. Pero es la economía pobre de las comunidades la que obliga a hacer esas cosas”. El Consorcio agrupa a 46 de ellas en un solo frente comercial. México, Belice y Guatemala comparten el mayor pulmón tras la Amazonía. El futuro de la selva no se concibe sin sus habitantes, y el objetivo es que los jóvenes no emigren y pidan ayudas para emprender. Que haberlas, dicen, haylas.
Pero se repite una paradoja: las leyes no se cumplen y la burocracia pone trabas. A Chicza, que tiene certificados internacionales como USDA y AgriCert, se les pide uno nacional. “Nos consideramos totalmente sostenibles”, dice Ramírez. “La empresa está obligada a dar calidad de vida a los chicleros. Se ve feo el machetazo, pero el árbol no se muere, descansa de 8 a 10 años. Creas empleo en las comunidades, y evitas de la gente emigre a las ciudades y forme cinturones de miseria”.
El chicle ―chicle― no necesita espátula cuando llega a la ciudad. Es biodegradable. Y es, también, un chiclero de gorra roja y un machete. Todo eso que no se ve.
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