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Cuando el mar se ‘come’ la biodiversidad

El parque nacional de Cahuita, en Costa Rica, es un ejemplo de cómo el cambio climático ya afecta a las costas

El mar avanza sobre el Parque Nacional de Cahuita, en el Caribe costarricense.
El mar avanza sobre el Parque Nacional de Cahuita, en el Caribe costarricense.PABLO LINDE
Pablo Linde
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El camino que recorre Marcos Sánchez mientras explica los tipos de árboles que habitan el parque nacional de Cahuita (Costa Rica) va a desaparecer. El guía lo cuenta con la misma naturalidad con la que lo asume. El mar se le viene encima, como ya hizo con caminos y playas por las que los turistas transitaban hace solo unos años y de los que hoy solo queda el recuerdo y vestigios como una toma de alcantarilla que se asoma a la superficie del agua o los pilares de un antiguo muelle en medio del mar que sirven de lugar de descanso a unas gaviotas.

Aunque los más viejos del lugar cuentan que el mar siempre avanzó y retrocedió sin motivo aparente, las mediciones y los modelos climáticos dicen que este caso es distinto. La costa de Cahuita, en el Caribe sur costarricense, ha perdido entre 30 y 50 metros (según el lugar) en las últimas cuatro décadas. La mayoría de ellos, en solo 10 años. “Y cada vez avanza más rápido”, asegura Mario Cerdas, administrador del parque. “Es cierto que las costas evolucionan de forma natural y el mar se lleva arena de unos sitios para depositarlo en otros, pero aquí solo hemos perdido terreno”, continúa este profesional que lleva más de 20 años trabajando en Cahuita.

Los eventos climáticos, cada vez más extremos y seguidos, han dejado en el litoral un reguero de árboles derribados. Incluso los más poderosos, que hacían de contención a las olas, han sucumbido a su potencia y van dejando cada vez más al descubierto las 1.067 hectáreas de bosque inundable de este parque, que además comprende 22.300 marítimas y 600 de arrecife de coral. No es solo que todo ello esté en peligro, sino que ya está cambiando. “La pérdida de la playa conlleva a la reducción de hábitat de las tortugas marinas para su desove, cambio de los ecosistemas, sedimentación en los arrecifes, acidificación y el calentamiento del mar”, explica Gina Cuza, directora de áreas protegidas del Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac) de Costa Rica.

La costa de Cahuita, en el Caribe sur costarricense, ha perdido entre 30 y 50 metros (según el lugar) en las últimas cuatro décadas. La mayoría de ellos, en solo 10 años.

El fenómeno es global. De acuerdo con el informe Perspectiva Mundial sobre la Diversidad Biológica, ya se ha observado en todo el mundo un cambio en la periodicidad de la floración y los patrones de migración, como también en la distribución de las especies. “Estas variaciones pueden alterar las cadenas alimentarias y crear desequilibrios dentro de los ecosistemas donde las distintas especies han desarrollado una interdependencia sincronizada, por ejemplo entre la época de anidación y la disponibilidad de alimento, los polinizadores y la fertilización. Los hábitats de agua dulce, los humedales, manglares, arrecifes de coral, tierras secas y subhúmedas y los bosques nublados, son especialmente vulnerables a los impactos del cambio climático”, explica Alfred Hansj Grunwaldt, de la división de Cambio Climático y Sostenibilidad del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que está trabajando junto al gobierno costarricense en tratar de mitigar estos efectos.

La lucha contra el calentamiento no es, sin embargo, una batalla que pueda librar en solitario un país; y menos uno de 4,6 millones de habitantes y el tamaño aproximado de Aragón. El freno a la subida de la temperatura requiere un compromiso mundial como el que se alcanzó en la COP 21 de París en 2015. Lo que sí se puede hacer en los ámbitos locales y nacionales, más allá de poner un granito de arena en esta estrategia global, es hacer planes puntuales que, por un lado traten de mitigar al máximo las consecuencias del cambio climático y, por otro, se adapten a lo que les viene irremediablemente encima.

Esta culebra amarilla venenosa es abundante en el parque nacionald e Cahuita.
Esta culebra amarilla venenosa es abundante en el parque nacionald e Cahuita.PABLO LINDE

En Cahuita, que es según Cuza, el parque más afectado del país, ya están actuando. Hay algunos proyectos en estudio, como construir un malecón que contenga el mar y retrase el deterioro de la jungla o la construcción de arrecife de coral artificial con cemento —donde el propio coral crecería— con este mismo fin. Pero el avance del mar ya les ha obligado a actuar. Los restos del antiguo edificio administrativo, por ejemplo, están ahora bajo el agua. Tuvieron que construir uno más metido en la selva y ya hay proyectado otro nuevo porque saben que en no mucho tiempo este dejará de estar accesible. También se han anticipado construyendo una pasarela de madera que atraviesa el centro del bosque y que da una nueva perspectiva del parque que los visitantes antiguamente no tenían. “Sabemos que la ruta por la que ahora van será intransitable en unos años. Vienen 100.000 cada temporada y no son solo el motor económico de esta área, sino clave para la conservación: quien crea que la comunidad puede vivir sin el parque, o al contrario, se equivoca; tenemos que buscar fórmulas para seguir manteniendo el atractivo a la vez que luchamos por su buen mantenimiento”, explica el administrador mientras camina por esta pasarela para la que ha hecho falta talar un centenar de árboles. A través de ella se pueden ver monos capuchinos y congo, serpientes amarillas, enormes arañas y tucanes, entre otras muchas especies animales. Bajo la pasarela, el agua estancada que hace al bosque intransitable sin este puente, la que le da su belleza y biodiversidad y, también, la que con el avance del mar se salará y destrozará paulatinamente a especies de árboles más próximas al litoral.

La interdependencia entre la selva y la comunidad en la que se asienta ha provocado que haya un consejo integrado por vecinos que tiene voz y voto en las decisiones que se toman

El sistema de gobernanza del parque es peculiar dentro del país. Esta interdependencia entre la selva y la comunidad en la que se asienta ha provocado que durante años haya un consejo integrado por vecinos que tiene voz y voto en las decisiones que se toman. En el pueblo que queda en el costado norte de la selva hay un asentamiento de unas 2.000 personas, de las cuales aproximadamente la mitad son afrodescendientes, según Enrique Joseph, presidente del consejo local del parque.

“En Cahuita hay una particularidad, nosotros somos los ecologistas, los que defendemos la biodiversidad, pero a la vez que velamos por el bienestar de los habitantes. Entendemos la comunidad y el parque como una misma cosa”, explica. Un ejemplo de este equilibrio ha sido la lucha que han mantenido con las autoridades estatales para mantener la pesca artesanal. Cuando lo declararon zona protegida, en los años setenta, se trató de eliminar por completo, pero el consejo ha logrado que se mantenga de forma controlada para los alrededor de 30 pescadores que hay en la zona.

Uno de ellos es Manuel Mairena, de 72 años, que lleva medio siglo en la comunidad. “Se puede aprovechar el recurso marino racionalmente, respetando las temporadas y pescando solo a punta de anzuelo”, explica este veterano que ahora combina su actividad con el turismo, llevando a los visitantes a hacer snorkel al arrecife de coral. Esta maravilla natural es otra de las amenazadas por el cambio climático. La subida de la temperatura del mar y la acidificación del agua, produce el blanqueamiento del arrecife por la desaparición del protozoo que lo pigmenta.

Mairena es uno de los que no se inquietan con estos fenómenos climáticos. “Ya volverá a crecer la playa otra vez”, dice convencido frente a un litoral de árboles derrumbados por el mar. Es lo que ha visto siempre, y así se lo indica su instinto. Lo que no había vivido hasta ahora es el efecto de un calentamiento global que no respeta las tradiciones ni las costumbres.

Este reportaje ha sido posible gracias a la financiación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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