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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Carter, la ducha fría

El rechazo del expresidente de EE UU a mediar en Cataluña, revés al secesionismo

Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat.
Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat. ALBERT GARCÍA

La contundencia con que el Centro Carter ha oficializado su rechazo y el de su presidente —Jimmy Carter, que lo fue de Estados Unidos— a involucrarse en los planes del secesionismo catalán constituye un hecho muy relevante. Más aún que la contemporánea toma de postura similar, “por una España fuerte y unida”, de la embajada estadounidense en España.

Porque esta última no hace sino confirmar la actitud de la diplomacia norteamericana, con expresiones idénticas a las utilizadas por el expresidente Barack Obama: significativa, sí, pero también la exigible entre Estados leales entre sí. En cambio, la posición del Centro Carter no venía obligada por los usos oficiales.

Y en tanto que se trata de una institución especializada —entre otros asuntos— en la mediación entre partes enfrentadas en conflictos civiles, su negativa a intervenir viene a desautorizar de raíz no solo las expectativas sino también los argumentos y la endeble causa general antiespañola enarbolada por el independentismo catalán.

Cuando la nota oficial indica por doble partida que ni “él” (Carter) “ni el Centro” como institución “podían involucrarse” en tal asunto, daba carpetazo a una petición —ya explícita, ya implícita— de la que la Generalitat no ha dado cuenta. Al revés, se limitó a defender el viaje del president alegando que no financiaba la institución del exmandatario estadounidense. Y que realizó el trayecto discretamente para que el Gobierno español no interfiriera en él.

Pero se trata de un viaje rarísimo. No solo discreto, sino también secreto y clandestino, impropio de una autoridad democrática. Lo realizó repentinamente y días después de un periplo por Estados Unidos.

Y si Carter, cuya independencia de criterio es dato fijo —tanto respecto de la Administración Trump como del Gobierno Rajoy—, propina un revés a ese desplazamiento propagandístico, decae, o se matiza, la acusación de que el Gobierno obstaculiza la legítima labor exterior de la Generalitat. Seguramente interfiere en la menos leal, pero ni siquiera es a veces imprescindible: Jimmy Carter no necesita ninguna presión externa para apartarse del desnortado “procés” secesionista.

Así que este episodio resulta relevante por su valor simbólico. Pues entre todas las personalidades hasta hoy cortejadas por el Gobierno catalán, ninguna de las muy contadas que se han decantado en su favor, ninguna, ofrece un perfil presentable. Todos son extremistas, ultras.

Pero también entraña un valor político estratégico. El secesionismo no ha alcanzado la mayoría entre los ciudadanos de Cataluña. Ni tampoco la simpatía del resto de los españoles ni de sus instituciones. Por eso pugna con denuedo por recabar apoyos exteriores. Persigue, ya huérfano de la razón legal (y a ella rebelde), una legitimidad moral internacional para el referéndum ilegal que promete, entre fisuras y desafecciones internas, celebrar en septiembre.

Conviene que la realidad le despierte espontáneamente de su error. Y que el Gobierno central no incurra en ninguna sobreactuación ni desproporción ventajista, que serían acicate de radicalidad, y de su comercialización victimista exterior.

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