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Tribuna
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¡Progres del mundo, uníos!

Es hora de promover políticas de igualdad y apelar a la esperanza y el optimismo

Simpatizantes del PSOE celebran la victoria socialista en 1982.
Simpatizantes del PSOE celebran la victoria socialista en 1982.Chema Conesa

Si un día llevasteis trenca y lucisteis melena, si leíais Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, si os tragabais con cara de póker películas polacas de hondo contenido social, si ibais a París para tomar café en Flore o Les Deux Magôts después de comer en la Brasserie Lipp con la esperanza, normalmente fallida, de hacerlo en la mesa de al lado de François Mitterrand, si participasteis en alguna asamblea de universidad en los últimos sesenta o primero setenta, si corristeis alguna vez delante de los grises, si os interrogaron alguna vez a comisaría, ¡si pasasteis por la cárcel!, si os cayeron unas lagrimitas cuando en octubre de 1982 arrasó Felipe  en las urnas, si leéis EL PAÍS desde el primer número…

Ay, mis entrañables progres, os han llamado lo que no está escrito, os han culpado de haber monopolizado la cultura de una época hasta convertirla en una especie de pensamiento único, os achacan un buenismo pazguato que no nos ha traído más que desgracias, como la crisis educativa, la homosexualidad obligatoria (?), el nacionalismo disgregador, la inmigración masiva, la castrante cultura de la subvención frente a la enriquecedora iniciativa privada, y la mismísima crisis de valores de Occidente al haber materializado desde vuestros púlpitos el pérfido y disolvente relativismo del Mayo del 68 bajo la batuta de cocineros / intelectuales y coaches…

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Comprendo que estéis perplejos y hasta amedrentados ante la evolución de un mundo tan diferente al que habíais soñado, una vez hubisteis abjurado de la impostura castrista y de haberos pasado con armas y bagajes a una socialdemocracia light. También habíais abdicado ya de ese amor libre, que la mayoría solo llegasteis a rozar con alguna turista nórdica, y os conformasteis con un matrimonio civil; confiasteis la educación de vuestros hijos que habíais imaginado libérrima, estilo Summerhill, a alguna escuela más o menos laica que ya os encargaríais de matizar en casa con Ética para Amador y el amor a los libros en general, cantos a la tolerancia, a la diversidad, a la libertad, hasta que un día descubristeis a alguno de ellos, convertido en mugriento hippie, a punto de poner sus sucias manos sobre Mozart y montasteis en cólera, acrecentada luego por esos botarates del “todos y todas” y los belenes “laicos” a los que también llaman maliciosamente “progres” para desacreditaros.

Aquello no era más que un aviso de los que se nos venía encima. ¿Acaso creíais, ilusos, que la responsabilidad de la crisis fue la desrregulación financiera?, ¿no veíais que la culpa era de los progres que habían hecho creer a las masas que no solo la sociedad se había democratizado sino también las cosas de la vida y que ya podían irse de vacaciones a Cancún, comprar casa y varios coches? Sí, os fuisteis achantando, quien más quien menos se fue retirando a sus cuarteles de invierno con la cola entre las piernas mientras aquellos pijos elitistas de jersey lacoste y pulserita rojigualda se convertían ante vuestro pasmo en campanudos adalides de la nueva doctrina liberal. Y a todo ello, los progres residuales llorando su rencor por las esquinas, según le contaba el encargado de la subprefectura mediterránea al gran jefe americano, ambos con los pies encima de la mesa del rancho.

Ahí están la posverdad y la eclosión subsiguiente de esas pesadillas en la cocina política que son el Brexit, Trump y  Le Pen

Y así, sin apenas darnos cuenta, os fuisteis convirtiendo en rehenes del síndrome de Estocolmo generado por el pensamiento ultraliberal, y empezasteis a pedir disculpas por haber sido alguna vez progres socialdemócratas, y haberos negado a comprender la realidad turboconsumista (Lipovetsky), mientras seguíais enarbolando conceptos vacuos y tan potencialmente disolventes como el de “nación de naciones” o el de la desigualdad creciente, sin admitir la verdad revelada de las patrias indisolubles y de que cuando los ricos llenan sus copas algo se derrama para todos y que tratar de corregir tamaña ley natural es una práctica contra natura y dañina para el sacrosanto mercado.

Pero hete aquí que llegamos a la época de la posverdad y descubrimos amargamente que la utopía liberal, como antes la socialista, no era más que el decorado de una farsa tan antigua como la propia humanidad, la tomadura de pelo cósmica de unas élites que se van reproduciendo sin merma de sus privilegios mientras una gran masa de desheredados sigue el señuelo de la zanahoria. Solo que los damnificados esta vez son más, se les ha añadido la antigua clase media, la gran beneficiada del éxito socialdemócrata en la Europa de la posguerra, y que hace poco cayó en la ensoñación de vivir a lo grande, como los antiguos aristócratas, hipotecándose hasta las cejas.

La indignación ha sido oceánica y la respuesta, aterradora. Ahí están la posverdad y la eclosión subsiguiente de esas pesadillas en la cocina política que son el Brexit, Trump, Le Pen y demás epifenómenos de gentes que por primera vez certifican que sus hijos van a vivir peor que ellos. El desconcierto es universal, tanto que el propio Donald Trump, adalid de un ingenioso anarquismo de derechas, en el que un partidario teórico, como buen republicano, de un mercado libérrimo y del Estado mínimo, promueve ¡inversión pública!, y al mismo tiempo, en una delirante pirueta, la salida de los tratados internacionales de libre comercio, todo ello en un magma de xenofobia, misoginia, homofobia y demás panoplia del regreso a la selva.

Creo que ha llegado la hora de reaccionar. Los que un día fueron progres de manual o mediopensionistas (la mayoría), deben reivindicar y actualizar lo mejor de un legado que significó la época de mayor prosperidad y bienestar de Europa y EE UU desde 1945: el Estado de bienestar, los derechos de la mujer (¡la píldora, uno de los avances más sustanciales del siglo XX!), la apertura y tolerancia hacia las minorías raciales, religiosas y sexuales, la laicidad educativa, el respeto a la verdad científica, las humanidades… Para ello, habría que apelar al aznariano “sin complejos” para devolverles la pelota y reivindicar un Estado democrático fuerte, equilibrador y posibilitador de una verdadera igualdad de oportunidades. Según el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, habría que elevar, de nuevo sin complejos, los impuestos a los muy ricos y generar déficit público para financiar nuevas inversiones en infraestructuras y servicios públicos, promover políticas de igualdad y, por qué no, apelar también a las emociones, pero no a las del miedo, el odio y el resentimiento sino a las de la esperanza y del optimismo.

Reivindicar, en fin, a la socialdemocracia clásica para que recupere su papel en la centralidad progresista y su propuesta de una sociedad más justa y más humana… En pocas palabras, ¡Progres del mundo uníos y dad la batalla!

Pedro J. Bosch es médico-oftalmólogo y periodista.

 

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