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Tribuna
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Sí, Majestad, es reconducible

El problema catalán está enconado pero no es irresoluble. Ha llegado el tiempo de la alta política

A los consabidos epítetos que se dedican habitualmente a la cuestión catalana acaba de unirse el supuesto diagnóstico real “irreconducible”, según la indiscreción del presidente cántabro Revilla no desmentida por La Zarzuela. Al mismo tiempo, proliferan las manifestaciones retóricas de cargos políticos, a los que se añade el propio Rey, glorificando “la unidad versus malsanas disgregaciones” y “el imperio de la ley”, mientras otros optan por apelar a una performance sentimental que nos una a los malqueridos catalanes, y menos mal que ya no está por ahí Carlos Floriano, quien seguramente lo reduciría a un problema dermatológico… 

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Hace un tiempo publiqué en este periódico un artículo (7-enero-2014) cuyo título, ¿Una pregunta balsámica?, hacía referencia al hoy supuestamente irreconducible “problema catalán”. En él, y aun deplorando la posible disgregación de un país que lleva siglos unido, trataba de reflexionar sobre la conveniencia balsámica de seguir la estela del Tribunal Supremo de Canadá, un intento jurídico serio de ofrecer una vía legal que, sin reconocer el “derecho a la secesión”, permitiera atender a las demandas pacíficas y democráticas de una parte de su población y encauzarlas democráticamente.

Mientras los británicos optaban por un bálsamo de este tipo en la “cuestión escocesa” que ha logrado una inmediata pacificación y un aplazamiento ad calendas graecas de futuros cuestionamientos, aquí seguimos enfrascados en el muy torero pero ineficiente “lo que no puede ser no puede ser y además es imposible” como única respuesta política a un problema enquistado que envenena gravemente la convivencia entre españoles, y ahora exacerbado por la crisis y la artera manipulación sentimental de Mas y sus corifeos, combinada con una indiscutible habilidad política para sortear los obstáculos legalistas dispuestos por la brigada aranzadi (Enric Juliana dixit).

Y ahora qué, nos preguntamos los ciudadanos de a pie. ¿Imploramos al apóstol Santiago por la unidad de España como ha hecho Feijóo? ¿Apelamos a la Brunete como más pronto que tarde exigirá la prensa de la caverna? ¿Tiene razón el Rey cuando dice que la situación es ya irreconducible? ¿Podría él hacer algo más que sus consabidos llamamientos a “la unidad que refuerza y la disgregación que debilita?”, planteamiento tan obvio como que a los catalanes se les han cerrado todas las posibilidades legales de plantearse de otra manera su relación con el Estado, voluntad tan engorrosa como impecablemente democrática.

¿Podría hacer Felipe VI  algo más que sus consabidos llamamientos a “la unidad que refuerza y la disgregación que debilita?

Naturalmente que la iniciativa política no corresponde al Rey, pero dada la situación de excepcionalidad por la determinación de Mas y sus aliados de convertir las próximas elecciones autonómicas en plebiscitarias, y la absoluta inanidad del Gobierno de Rajoy (lo único que se le ocurre es nombrar candidato al pacificador Albiol), quizá sí que Felipe VI podría instar a las fuerzas políticas algo más que tópicos y buenas intenciones ante un problema político de primer orden. Estamos en un tiempo nuevo con movimientos sísmicos en el electorado y en las estructuras del Estado y ni las frases hechas ni la acreditada campechanía borbónica resultan ahora adecuadas ante la magnitud y complejidad del problema político catalán.

El Rey no gobierna, evidentemente, pero su poder arbitral sí podría sugerir a las principales fuerzas políticas algo más sutil que los consabidos tópicos. Ya no son tiempos de trincheras y eslóganes sino de alta política, una finezza que conduzca a un planteamiento serio de inclusión de Cataluña en España de forma consensuada. No parece tan difícil a tenor de los dictámenes del Tribunal Supremo de Canadá o bien a través de alguna propuesta seria que ya se ha planteado sobre un blindaje de las competencias lingüístico-culturales de Cataluña, un régimen fiscal más equilibrado y un refrendo posterior.

Aunque la situación es cada vez más complicada, no hay que olvidar que la política es el arte de lo posible, como está demostrando el presidente Obama. En el caso catalán, un acuerdo de mínimos a 10 años vista sería agua bendita para este país de países que no puede estar trasegando eternamente un problema realmente enconado pero no irresoluble ni “irreconducible”. Sí se puede, Majestad.

Pedro J. Bosch  es médico oftalmólogo y escritor.

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