¿Cuánta verdad es deseable?
ESTE ARTÍCULO es el fruto de una conversación durante un encuentro casual en un tren con el filósofo, escritor y profesor Francesc Torralba, tras la cual me envió ¿Cuánta transparencia podemos digerir?, título de uno de sus libros que recomiendo.
Hay personas con un elevado concepto de sí mismas, idealistas que desdeñan al mundo y al prójimo por su falta de transparencia, que nunca encuentran en el otro la honestidad que les suponía, gente a la que deprime la falta de claridad ajena. Pero el concepto de transparencia necesita de una reflexión. Sin lugar a dudas, ser cristalino es un valor en alza, especialmente en un entorno con tantos casos de corrupción política y en una sociedad donde la mentira y la trampa son rentables, dada la laxitud y lentitud de la justicia. Pero como dice Torralba en su libro, llevamos años haciendo un mal uso de esta palabra. Hemos traicionado la importancia que tenía y que dábamos a la palabra dada. Si se cree en la palabra de alguien no se necesita su transparencia. Por tanto, el auge que ha experimentado este concepto no es ni un triunfo ni una buena noticia, sino el síntoma de que la palabra ha perdido su valor y el resultado de una ausencia de confianza.
Pero ¿qué ocurre en las relaciones personales? ¿Cuánta transparencia queremos en ellas? A priori, desearíamos saber si nos aprecian de veras. Querríamos saberlo todo sin tener en cuenta que la total transparencia puede hacer mucho daño porque la verdad suele ser, de hecho, muy dolorosa.
Igual que guardar un secreto es un deber y una exigencia, también lo es el derecho a la no transparencia del otro.
Hay personas que creen y afirman que es mejor no saber. Si no nos enteramos, no sufrimos y el problema es del otro, del que miente. De ahí el dicho de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero Torralba desvela en su libro un aspecto aún más interesante: la importancia de los secretos, que desempeñan un papel fundamental en las relaciones personales y llegan a ser uno de sus motores más preciados. Probablemente si supiéramos absolutamente todo de alguien, no sentiríamos atracción alguna por esa persona. Conocerse es en realidad el proceso a través del cual dos personas deciden ir descubriendo sus enigmas al otro: sus deseos, sus manías, sus intimidades, sus fobias, sus adicciones, sus defectos y virtudes. En ese transcurso, uno decide libremente cuánto desnudarse ante el otro, hasta qué nivel de confianza entregarse. Se trata de un viaje sin final hacia el conocimiento mutuo que también puede permitir descubrir más sobre uno mismo.
Torralba afirma en su texto que el erotismo precisa del secreto porque, cuando este desaparece, también lo hace el interés, la seducción, el juego y el enigma. Si el erotismo requiere de la existencia de secretos y este es la cultura del deseo, se podría afirmar que sin secretos desaparece el deseo. Este es el punto en el que se debe introducir la variable tiempo. Es verdad que las relaciones de muchos años pueden producir rutina, pero si se mantienen bien significa que el proceso de descubrimiento del otro no ha terminado.
Ahora fijémonos en algunas de esas aplicaciones digitales dirigidas a facilitar las citas sexuales. Se trata de un proceso totalmente opaco y transparente a la vez: es claro en la intención porque resulta obvio lo que se busca, pero es opaco con relación a la persona porque no interesa el proceso de descubrir los secretos del otro. La transparencia es tan abismal de salida que, finalizado el encuentro sexual, lo más frecuente es que el interés mutuo decaiga tan rápido como surgió. También la pornografía consiste en despojar al otro de sus secretos, de su dimensión privada, de la parte más intrínseca. Por eso estimula el sexo, pero no el deseo de adentrarse en el auténtico ser del otro.
El mundo actual está basado en la cultura de la exhibición. Es una sociedad del espectáculo, como definió Vargas Llosa en el título de uno de sus libros, La civilización del espectáculo. Fijémonos en que la mayor parte de lo que viaja por memes y whatsapp son vídeos y fotos de cosas sorprendentes, chistes, burlas… Producen sorpresa, pero no suscitan interés. Es pornografía aunque no salga un desnudo. No hay secreto ni erotismo. Ver por ver, pero no afán de descubrir.
Pero volvamos a la transparencia entre personas: igual que guardar un secreto es un deber y una exigencia, también lo es el respeto a la no transparencia del otro. Podemos pedir que no haya engaño, pero no una sinceridad absoluta. Se trata –tan fácil y tan difícil– de encontrar a la persona que nos atraiga lo suficiente para adentrarnos en sus secretos y seguir queriéndola. Y confiarle los nuestros sin sentir vergüenza. En eso consiste la transparencia. No es un destino ni un objetivo, sino un viaje. La gran pregunta en toda relación, personal, laboral e incluso en el ámbito social, es: ¿cuánta transparencia deseamos realmente?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.