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Punto de observación
Columna
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Los príncipes de las tinieblas

El peligro para la democracia ya no se relaciona con los militares, sino con grupos civiles y ‘think tanks’

Soledad Gallego-Díaz
Donald Trump.
Donald Trump.Charles Krupa (AP)

El discurso de despedida de Ike Eisenhower, en enero de 1961, se hizo famoso por su llamada de atención sobre el peligro que representaba para la democracia estadounidense la alianza entre la industria de defensa y los altos cargos militares. Durante algunas décadas, el Ejército llevó la voz cantante en la carrera armamentística en todo el mundo y militares autoritarios impusieron su voluntad en países de América Latina, en Turquía, Oriente Próximo o África. Medio siglo más tarde, el peligro para la democracia ya no se relaciona con los militares, ni en EE UU ni en muchos otros países del mundo, sino con grupos civiles y con think tanks.

De ahí, y del mundo académico, es de donde procede la extrema derecha que se denomina a sí misma “alternativa” y que impulsa ahora un proyecto político marcadamente autoritario, que va desde EE UU a Oriente Próximo, pasando por Europa. Trump es un empresario; el turco Erdogan, economista; la francesa Marine Le Pen es abogada; el holandés Geert Wilders, un experto en seguros que se formó en Israel; la alemana Frauke Petry, química; Nigel Farage, un trabajador de la Bolsa de Londres.

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El primer gran logro de la derecha alternativa, cuando todavía no se llamaba así, fue la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam Husein, que no formó parte de un plan militarista, sino de un proyecto académico, ideológico, que nació en torno a Albert Wohlstetter, de la Universidad de Chicago (no solo hubo Chicago Boys en la economía), el personaje que inspiró al Dr. Strangelove de Stanley Kubrick. En el entorno de Wohlstetter crecieron Paul Wolfowitz y Richard Perle, los dos grandes impulsores, años después, del derrocamiento de Sadam Husein. Perle es el autor del conocido Clean Break Report, encargado por un joven primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en 1996, en el que se defendía invadir Irak, desestabilizar Siria y provocar el hundimiento económico de Irán. Todo ello, mientras se colaboraba con Turquía para que, a través de un Gobierno civil, ayudara a rediseñar todo Oriente Próximo.

Como es bien conocido, las cosas no salieron como se dibujaron, el mundo dio muchas vueltas y el presidente Obama tuvo buen cuidado, durante sus ocho años de mandato, de expulsar de la Casa Blanca y de su entorno a aquel entramado académico. Perle, Wolfowitz, Douglas Feith, John Bolton, Lewis Libby, Scotter, todo aquel grupo de estrategas que llevó a EE UU y al mundo a una crisis que aún no se ha cerrado y que ha costado millones de vidas, quedó arrinconado, lamiéndose las heridas, aguardando en varios think tanks una nueva oportunidad.

Quizás su momento llegue de nuevo con Donald Trump. Su objetivo se centra ahora en las relaciones con Irán. Fueron feroces críticos de Obama por el acuerdo nuclear con Teherán y siguen proponiendo su ruptura. De momento, los príncipes de las tinieblas (apodo por el que se conoció a Perle) no han aparecido en el equipo del nuevo presidente de Estados Unidos, pero están ahí, de nuevo al acecho.

Primero, intentaron hacerse con la secretaria de Estado, a través de John Bolton, pero su candidato quedó descartado en beneficio del emperador del petróleo, Rex Tillerson. Ahora intentan dar la batalla en el entorno del consejero de seguridad, Michael ­Flynn, un general extremadamente reac­cionario con el que comparten su islamofobia, aunque no sus amores (y sus relaciones) con Moscú. Curiosamente, la carta de la moderación parece haber quedado en manos de otro militar, quizás no tan reacio a cooperar como lo fue Colin Powell, pero sí un hombre con fama de ser más moderado que ellos, pese a su apodo, general James, Mad Dog, Mattis. El problema es que, como ellos, comparte la obsesión por aislar a Teherán.

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