Lentitudes ominosas
Algunos cuerpos de seguridad argentinos se complacían en una idea de poder omnipresente
En la reciente película argentina Un ciudadano ilustre, de los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn, hay dos secuencias casi idénticas, aunque periféricas en su mapa argumental. Para quien no es argentino o no ha vivido en ese extraño país, tales secuencias pueden pasar inadvertidas. Y sin embargo, ambas ilustran a la perfección la atmósfera de creciente inquietud que la cinta va adquiriendo hasta su final. Para el que es argentino esas secuencias le traerán recuerdos no precisamente dignos de evocación.
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Veamos esas escenas. La primera nos muestra un coche desplazándose muy lentamente por la calzada, es un vehículo conducido por dos individuos que más tarde sabremos que sirven de matones a una persona muy influyente en el pueblo donde se desarrolla la trama de la película. La siguiente escena, casi gemela, nos vuelve a mostrar a los dos individuos en el mismo coche, pero esta vez haciendo que el motor despida un furioso ruido aposta. En las dos escenas, el coche marcha al ralentí, en paralelo, como si acompañara, para ir amedrentándolo, al protagonista, al ciudadano que ha regresado a su pueblo natal para ser agasajado por su condición de premio Nobel de Literatura. Estas dos secuencias no tendrían nada de relevante si no fuera porque algunos argentinos seguramente las reconocerán.
Los patrulleros de la Policía Federal argentina tenían la ominosa costumbre de desplazarse por la urbe porteña a velocidad de tortuga. Lo hacían casi pegados, cuando podían, al bordillo de las aceras. No pocas veces me sucedió que sentía un motor casi mudo por la velocidad parsimoniosa. Un motor, que a medida que iba girando mi mirada hacia el costado de la acera, iba adquiriendo la forma de un patrullero policial con sus ocupantes acompañándome con sus miradas, diría que más de las veces provocadora, o socarrona como un mal menor. Esa manera de proceder se hacía más enfática por las noches, tal vez porque ese cuerpo de seguridad (por llamarlo de alguna manera) imaginaba la noche como la hora más propicia para la comisión de cualquier impunidad.
La fuerza de atroz recuerdo de esas secuencias de los coches enlaza con otra idea no menos siniestra: las desapariciones perpetradas por el funesto triunvirato militar que condujo a la Argentina al abismo
A mí la construcción de esas dos secuencias me recuerdan, como si se tratara de una metáfora incómoda, la arbitrariedad y la impunidad con que en Argentina funcionaba (y tal vez todavía funcione) una idea del poder omnipresente e inescrutable en algunos de sus cuerpos de seguridad. También me hicieron preguntarme si esa forma de funcionar de aquellos coches policiales no anunciaba la llegada del tenebroso Ford Falcon, peinando con la misma amenazante lentitud las calles de Buenos Aires, en los años de la sangrienta dictadura argentina. La fuerza de atroz recuerdo que esas secuencias de los coches deslizándose casi secretamente en la película que comento enlaza, para mí, con otra idea no menos siniestra: las desapariciones perpetradas por el funesto triunvirato militar que condujo a la Argentina al abismo. Si la premeditada lentitud de los vehículos policiales argentinos, paseándose por las calles de Buenos Aires, nos anunciaba el imperio alevoso de los Ford Falcon (entonces, sin ninguna identificación), éste a su vez deviene en nuestro imaginario como el instrumento con el cual se hizo posible la desaparición física de muchos miles de argentinos. La película no trata de la dictadura argentina de los setenta. Tampoco de las desapariciones que se produjeron durante ese trágico periodo. Pero sí que puede ser leída más allá de la irónica y corrosiva comedia que es.
Una noche de junio de 1972, quien esto escribe daba un paseo por una avenida de Buenos Aires, en dirección al barrio de Once. De pronto escuchó el murmullo de un motor que se mezclaba con el ruido de sus propios zapatos. Así fue durante unos 100 metros. Hasta que cesó el ruido y como si salieran del mismo, dos uniformados se acercaron hasta mí y solicitaron mi documentación. Les entregué mi pasaporte y me preguntaron dónde vivía. Les contesté que en Barcelona. Creo que tuve que recordarles que me refería a una ciudad de España. Por un momento me dio la impresión que les disgustaba más que residiera en otro país en lugar de hacerlo en el que indicaba mi pasaporte. ¿Y si ahora no vive aquí, adónde va usted?, preguntaron, como si descartando que me hospedara en un hotel o en casa de un familiar, como era el caso, lo hiciera en un tenebroso subsuelo. Me miraron un instante, como si esperaran algún indicio sospechoso en mi persona. Me devolvieron la documentación y regresaron a su amenazante manera de recorrer las noches y sentirse sus legítimos dueños.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario
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