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Si solo son un trozo de plástico, ¿por qué las caras de las muñecas nos dan escalofríos?

Se supone que deben inspirar ternura pero algunas lo que producen es repelús. Nuestro cerebro no termina de procesar su apariencia

Quizá lo haya sentido mirando un escaparate, o cuando su hijo abrió alguno de sus regalos esta Navidad: el mal rollo que producen ciertas muñecas. Una sensación curiosa, ya que un objeto inanimado de esas características no contiene nada que objetivamente resulte intimidatorio (se supone que debe inspirar todo lo contrario). Para algunos ese rechazo es, de hecho, insoportable: padecen lo que desde la psicología se conoce como pediofobia, que no es otra cosa que miedo a los muñecos y que ha sido estudiado por la ciencia. Sin llegar a esos extremos, mucho más extendida está lo que Héctor Galván, director del Instituto Madrid de Psicología, psicólogo clínico y sexólogo, describe como “una sensación incómoda y de inquietud” ante algunas de estas recreaciones humanas.

Las muñecas que dan miedo tienen en común una apariencia humana muy realista. Y por eso provocan cierta "incertidumbre intelectual respecto al carácter animado o inanimado de algo", como ya describió Freud en su libro Lo siniestro. Nuestro cerebro está diseñado para leer rostros y percibir en ellos emociones. Como explicó el psicólogo Frank McAndrew, del Knox College de Illinois (EE UU) en una entrevista en la revista Smithsonian, “no deberíamos tener miedo de un trozo de plástico, pero nos está enviando señales sociales”, por ejemplo, pidiendo protección. “Parecen personas pero no lo son, y no sabemos cómo responder a ello, igual que no sabemos cómo reaccionar cuando no sabemos si estamos en peligro o no. Hemos evolucionado para saber procesar información, y las muñecas se nos escapan”.

En el primer puesto del ranking de muñecas tenebrosas están, por supuesto, las de porcelana. Reúnen, precisamente, rasgos muy similares a los humanos. De un tiempo a esta parte se han puesto de moda las muñecas reborn, bebés hiperrealistas que enternecen a unos pero que otros no pueden soportar mirar mucho tiempo.

Hiperrealismo desconcertante

Idéntico efecto tienen esculturas humanas hiperrealistas como las de Ron Mueck, cuya obra se expuso el pasado verano en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Un bebé enorme, otro recién nacido aún con el cordón umbilical recostado sobre su madre, una mujer embarazada, parejas recostadas, ancianos encorvados o simplemente una cabeza masculina son algunas de las representaciones de este artista australiano cuyo objetivo, según reconoció en una entrevista a la revista Sculpture, es descolocar al espectador. “Por un lado intento crear una presencia creíble, pero por otro [las esculturas] tienen que funcionar como objetos. No son personas, aunque me gusta que la gente las mire y dude de si lo son o no”.

Este hiperrealismo llega a extremos con los humanoides. El experto japonés en robótica Masahiro Mori ha estudiado el efecto de los robots excesivamente humanizados, que en un primer momento nos resultan familiares pero que después no reconocemos y denomina su impacto turbador como valle inquietante  Lo compara con la sensación de estrechar una mano que sea en realidad una prótesis muy realista: “Nos sorprende la carencia de suavidad y su frialdad. Ya no nos resulta familiar, sino inquietante”.

‘Big baby’ (1996), de Ron Mueck.
‘Big baby’ (1996), de Ron Mueck.

Ese rechazo que provoca la presencia humana desprovista de vida está también detrás de una corriente que defiende que los robots deberían parecer eso, robots, y no personas. Los investigadores de la Universidad de Trento (Italia) Francesco Ferrari y Maria Paola Paladino, junto a Jolanda Jetten, de la Universidad de Queensland (EE UU), afirman en un artículo publicado en la Revista Internacional de Robótica Social que demasiada similitud entre los robots y los humanos inquieta porque se desdibujan las fronteras entre humanos y máquinas y eso acaba alterando la identidad humana. Quizá los humanos queramos seguir siendo únicos.

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