Caracoles 'gourmet'
DE BUENA MAÑANA, en un ritual que se repite prácticamente todos los días del año, Raquel Conejo se enfunda la bata blanca y, dedo a dedo, se va colocando los ajustados guantes de látex. Acto seguido, abre el frigorífico de su laboratorio, situado en la localidad malagueña de Villanueva del Trabuco, y extrae un bote de cristal lleno de perlas blancas que vuelca sobre un colador. Con una minuciosidad extenuante, ayudándose de unas pinzas, las va pasando una a una bajo la lupa para observar su textura y tamaño. Las que no llegan a los tres milímetros de diámetro o presentan un color amarillento se desechan. Si pasan la criba se devuelven al tarro, el punto de partida desde el que estas esferas inician su camino hacia alguna exquisita mesa.
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Las perlas de Raquel Conejo, se adivinará, no están hechas de nácar. Aunque a primera vista podrían pasar por piedras, solo hace falta tocarlas para descubrir el error de percepción: son blandas y gelatinosas. El producto que esta mujer vende a 1.600 euros el kilo con el nombre de Perlas Blancas de Andalucía es, en realidad, huevas de caracol, un caviar telúrico de sabor persistente y salado en el que se condensan sutilmente los aromas de la lluvia y el barro. “Hace cuatro años y medio estaba en paro, pero con muchas ganas de hacer algo”, recuerda Raquel, de 37 años y madre de dos hijas. “Como siempre me habían gustado los animales, vimos que el caracol era una buena posibilidad”. Junto a ella, su padre y colaborador, Francisco, asiente. Fue él quien en su día la animó a dar el paso y montar una granja de caracoles. En un principio, solamente para vender la carne, algo que todavía hacen. “Pero cuando vimos la cantidad de huevas que ponían, pensamos: ‘¿Por qué no intentamos sacar algo de ahí?”.
Los principales clientes de este producto son los restaurantes de lujo.
Con poco más de 5.000 habitantes, a primera hora del día apenas se vislumbra un alma por las calles de este pueblo blanco. Un trayecto de apenas unos minutos en coche conduce desde el laboratorio de la empresa familiar a la “sala de intensivos”, un garaje habilitado para mantener las condiciones de temperatura y humedad adecuadas para que los caracoles “estén cómodos, coman y se reproduzcan”. Aunque normalmente viven en La Dehesa, una granja de 500 metros cuadrados en el campo, donde cohabitan a razón de aproximadamente “60 individuos por metro cuadrado”, cada cierto tiempo se retira aquí a unos cientos de ejemplares para que se apareen en un ambiente controlado. Colgadas de unas barras, varias decenas de lonas de plástico sirven de hogar para estos moluscos gasterópodos de la variedad Helix aspersa, los caracoles comunes de jardín, que buena parte del tiempo duermen cobijados en sus conchas. Acostumbrados a asomarse de noche y con la lluvia, estos animales, hermafroditas, se lanzan lo que Raquel llama los “dardos del amor” para emparejarse, unas saetas de carbonato cálcico que marcan el punto álgido del cortejo. A partir de ahí da comienzo una cópula que se puede prolongar hasta 15 horas y que resulta en unas puestas de entre 80 y 120 huevas –“unos 3,5 gramos”– que los caracoles bajo la tierra que Conejo ha depositado previamente en unos vasos de plástico transparentes, para así poder localizar y recoger cómodamente su caviar.
En otros países, desde Francia a Portugal o Reino Unido, existen iniciativas similares. Pero la familia, que ha probado el producto francés, dice que no tiene “ni el sabor ni la consistencia” del suyo. Después de seleccionar las esferas “más atractivas a la vista”, ellos no las pasteurizan, sino que las preparan en una salmuera aderezada con hierbas aromáticas que ayuda a preservarlas y que confiere el sabor final, una receta que tuvieron que perfeccionar a base de pruebas y que atesoran “como el secreto de la coca-cola”.
El precio de venta de este caviar de la tierra, 37,50 euros por un bote de 20 gramos (en comparación, el de esturión puede sobrepasar los 100 euros por la misma cantidad), viene asociado a la cualidad “natural” del producto y del proceso, así como al laborioso trabajo que conlleva su preparación, que no admite descansos por vacaciones. Con varios “establecimientos con estrellas Michelin” como sus principales clientes, Raquel asegura que este es un negocio que solo da “más o menos” para salir adelante. Con vistas a la expansión, la malagueña ya piensa en aprovechar las huevas que desecha, para lo que ha solicitado “a un chef de Murcia” que elabore una receta de mousse, otra de las posibilidades de estos animales, de los que se aprovecha hasta la concha y no siempre por cuestiones culinarias. En el sector de la cosmética, su baba se ha convertido en un bien cada vez más cotizado por sus cualidades reparadoras. Y los Conejo, como otros helicicultores, se plantean su recolección para ponerla a la venta, dado que en la actualidad la mayor parte de la que se usa en España es importada.
Las Perlas Blancas de Andalucía, con beneficiosas propiedades nutricionales, se han servido ya en restaurantes como Árbore da Veira, en A Coruña, y chefs como Ángel León y Martín Berasategui “ya las han probado”. Si este año un socio se apartó del negocio, Raquel y su padre cuentan desde mayo con un nuevo apoyo, el de José Antonio Aguilera, un chaval que creció puerta con puerta con los Conejo y que ahora se encarga de distribuir las perlas internacionalmente. Por el momento, asegura que ya las ha llevado a Bélgica, Hong Kong y Perú, abriendo un mercado que, hasta ahora, no estaba regulado en España. “Somos los primeros en exportarlo”, presume el joven, “y para los certificados hemos tenido que hacer una labor muy grande”. El esfuerzo ha servido para que, entre otros, el restaurante Árbore da Veira, reconocido con una estrella Michelin, ofrezca un plato de vieira acompañada de un ceviche con cítricos y Perlas Blancas de Andalucía, una combinación que, como señala el chef, Luis Veira, casi siempre sorprende a sus comensales “gratamente”.
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