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El lenguaje más hablado del planeta

Elsa Fernández-Santos

CAPTURAMOS MILLONES de imágenes por segundo con gestos compulsivos asociados a nuestro nuevo estilo de vida virtual. Generamos una gigantesca memoria visual cuyo destino es un misterio abismal. Vivimos a la sombra de una nube de imágenes infinita y con bulimia seguimos engordando a la ballena. Un huracán de instantes efímeros que nos recuerda al grito airado, en pleno siglo XIX, de Charles Baudelaire cuando tachó a sus contemporáneos de triviales narcisistas, de turba de idiotas rendidos ante el nuevo invento, aquel reproductor de la realidad creado por Louis Daguerre que había nacido en 1839 en la Academia de Ciencias de Francia para cambiar la experiencia humana.

Las redes sociales y los teléfonos móviles han cambiado nuestra forma de comunicarnos, y las imágenes son, guste o no, un nuevo lenguaje, el más hablado del planeta.

Mucho ha llovido desde que el poeta de Las flores del mal pusiera el grito en el cielo ante la nueva religión, el culto a la imagen, pero resulta elocuente ante los derroteros que ha tomado la fotografía en las últimas décadas. El fotógrafo y ensayista Joan Fontcuberta explica que hoy no hacemos fotografías, hoy “hablamos” fotografías. Apreciación esencial para entender la encrucijada del presente. Las redes sociales y los teléfonos móviles han cambiado nuestra forma de comunicarnos, y las imágenes son, guste o no, un nuevo lenguaje, el más hablado del planeta, el único que no requiere traductor ni reconoce fronteras. Vivimos a través de imágenes, con toda la libertad y también todos los peligros que eso encierra.

El histórico fotógrafo estadounidense Edward Weston consideraba la fotografía como el medio más honesto, porque para él, como para la tribu de sus semejantes, una cámara no podía mentir. Pero hoy, cuando todos llevamos una lente en la mano, la mentira campa a sus anchas. Por eso, y paradójicamente, más que nunca el fotógrafo, el verdadero fotógrafo, requiere armarse de mucho más que una cámara para reivindicar su mirada.

Entre las polémicas que han marcado en los últimos tiempos al fotoperiodismo, una de las más apasionantes es la que rodea a una imagen fundacional: Muerte de un miliciano, de Robert Capa. El anuncio, en 2008, del hallazgo de la llamada Maleta mexicana ahondó en el misterio o, para muchos, estafa que rodea a la imagen. La maleta, perdida desde 1939, contenía 126 rollos, 4.500 negativos, de películas tomadas por Capa, Gerda Taro y David Chim Seymour durante la guerra civil española. Existía la esperanza de encontrar en ella la secuencia capaz de demostrar que Muerte de un miliciano no fue un montaje, pero los contactos siguen en paradero desconocido y sin ellos la duda sigue en pie: ¿qué hay detrás de la imagen más icónica del fotorreporterismo? ¿Por qué no hay rastro de la secuencia original? La discusión ha enfrentado a expertos de todo el mundo, y la autenticidad o no de lo que vemos (o creemos ver) pone sobre la mesa muchas de las cuestiones fundamentales del papel simbólico de la fotografía frente a la memoria y la desmemoria.

¿Hacen falta profesionales para documentar el sufrimiento que se padece en el mundo, o basta una mano anónima para dar cuenta del horror? En una sociedad donde las barreras de la privacidad se han borrado, sin que eso signifique que sepamos mucho más sobre nuestros vecinos, la fotografía reclama nuevas reglas en las que la verdad del profesional no sea suplantada por la mirada del curioso.

En su libro Ante el dolor de los demás, Susan Sontag decía que la autoridad moral de la fotografía es consustancial a su veracidad y recordaba no solo las dudas que ensombrecen al miliciano de Capa, sino el cisma que supuso a principios de los años noventa conocer que El beso, de Robert Doisneau, fue una escenificación y no una mera casualidad.  “Ninguna definición compleja de lo que es o podrá ser la fotografía atenuará jamás el placer deparado por una foto de un hecho inesperado que capta un fotógrafo alerta”, sostenía Sontag. En 2015, el Photoshop, el programa que ha universalizado el retoque de imágenes, cumplía 25 años. De su mano hemos perdido la inocencia y la mentira visual es nuestra verdad diaria. La sospecha de manipulación persigue hasta a leyendas del fotoperiodismo como el estadounidense Steve McCurry, autor de la famosa La niña afgana, y obligó a los organizadores del World Press Photo a retirarle el premio al italiano Giovanni Troilo, acusado de falsear un reportaje sobre la localidad belga de Charleroi. Ante el virus de realidades trucadas, el veterano festival francés Visa pour l’Image dedicó este verano sus jornadas a ahondar en la necesidad de refundar un género que sobrevive acosado por la sospecha instalada de que la verdad ya no es lo que era y todo –de las portadas de revistas femeninas a los reportajes de guerra– es hoy susceptible de trampa.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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