Melania
Nadie hablaba mucho de esta Barbie castaña de carne y hueso, tan significativa sin embargo de los tiempos que vivimos
Fue el gran hallazgo de Hillary, porque encontrar algo digno de admiración en su rival no era tarea fácil. Cuando alabó a sus hijos, tan apuestos ellos, tan hermosas ellas, tan rezumantes todos del sofisticado, artificioso esplendor propio de los herederos de un millonario, empecé a fijarme en Melania. Antes de que la obscena zafiedad de su marido se materializara en una grabación para otorgarle un protagonismo indeseado, nadie hablaba mucho de esta Barbie castaña de carne y hueso, tan significativa sin embargo de los tiempos que vivimos. La mujer de Trump, flaquísima de grandes pechos y brazos musculados, con unas proporciones que horrorizarían a Fidias y una sonrisa tan inmutable como si se la hubiera tatuado sobre los dientes, tuvo que dar la cara por Donald y pidió que nadie le mostrara compasión. El argumento más airoso que lograron improvisar sus asesores para ayudarla a salir del paso, consistió en alegar que el candidato republicano es como un niño que alardea con sus amigos en un vestuario del tamaño de sus genitales. Ella lo recitó de carrerilla, como si leyera un discurso de Michelle Obama, y se quedó sonriendo a la cámara con los ojos muy abiertos. Después de eso, ni siquiera me extrañó que su marido amenazara con no aceptar el resultado electoral. Melania Trump, que nació en la Yugoslavia socialista y jamás soñó de niña con la opulencia que ahora la rodea, es un símbolo impecable del triunfo del capitalismo en el mundo globalizado. Más allá del bótox, de la silicona y la estolidez de sus sonrisas, seguramente tendrá una historia interesante que contar, pero nunca lo hará. Para ser perfecta, sólo necesitaría heredar la candidatura de su marido en el Partido Republicano. Yo no pierdo esa esperanza.
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