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Tribuna
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Barcelona: ¿una ballena o muchas sardinas?

El barrio y la periferia son los nuevos objetivos de unas políticas culturales que, en Cataluña, podrían traer consigo nuevos fenómenos de gentrificación

Plaça dels Angels de El Raval, Barcelona, con el MACBA al fondo.
Plaça dels Angels de El Raval, Barcelona, con el MACBA al fondo.Consuelo Batista

Uno. Aparcada, de momento, la batalla entre la obsesión comarcal del nacionalismo y la sublimación urbana del socialismo, el barrio se impone ahora como panacea territorial en la política cultural barcelonesa. Y entre el “modelo” socialdemócrata o la “marca” liberal emerge una política que prima el matiz social de las inversiones culturales. Una política que, dicho sea de paso, sustituye el culto a la personalidad de los ilustres de antaño —los intelectuales actualmente conocidos como “casta”— por un culto a la despersonalización basado en un sujeto colectivo que no acaba de tomar forma, pero sí va adquiriendo contenido.

Si la red ferroviaria —trenes de cercanías, pongamos por caso— o la red de bibliotecas configuraron nuestra versión particular de la era del acceso —a Barcelona o al conocimiento—, ha llegado el turno a la era de la proximidad. Solo que si antes la energía era imantada hacia Barcelona, hoy se expele desde esta hacia sus alrededores.

Sabido esto, no queda del todo claro si la apuesta por la periferia se debe a la generosidad de una Barcelona que se descentraliza a posta o si obedece a la rendición de una ciudad que ha perdido su capacidad nuclear. ¿Estamos ante una renuncia magnánima o ante una resignación que convierte la capital en capitulación?

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Mientras se despejan estas dudas, resulta bastante obvio que la política cultural del Ayuntamiento no se encarrila por la banda, ni siquiera por la banda izquierda, sino por el mismo centro del campo. Con esas estrategias intercaladas entre la independencia y el federalismo, la marca y el modelo, el centro y la periferia, Barcelona y Catalunya. Desde esas mediaciones, se da por liquidada la época bipolar en la que socialistas y convergentes experimentaron sus propias versiones del Ogro Filantrópico, esa figura generosa y vigilante al mismo tiempo —protectora e inclemente— que Octavio Paz utilizó para describir la intervención del Estado en la cultura.

Una economía de servicios acaba generando una cultura de servicios

Los comunes tienen un proyecto que sustituye el mito de la feina ben feta por el del trabajo en perspectiva; que prefiere el laboratorio al museo, la performance a la obra estática, el ensayo al relato, la película móvil de los procesos a la foto fija de las inauguraciones. De ahí, esta ciudad en work in progress permanente, cuyo discurso cultural se pertrecha de un vocabulario fabril para definirse. Así las metáforas industriales, las fábricas de creación, las industrias culturales… Todo —otra vez la medianía— entre una reminiscencia del proletkult y la deriva postfordista de una izquierda tan proclive a Engels que parece sentirse más cómoda con La situación de la clase obrera en Inglaterra que con El capital.

Dos. Es poco discutible que los modelos y marcas establecidos por socialistas y convergentes se han agotado. Barcelona vive las consecuencias del paso de aquella imagen alegre de los políticos, con sus tijeras dispuestas a cortar alguna cinta en una inauguración, a la de los políticos con sus tijeras dispuestas a acometer todo tipo de recortes. Es poco discutible que los comunes han encontrado una cultura que —entre el desplome de las ayudas públicas y la no conformación de una iniciativa privada medianamente eficaz— había entrado en un shock sin terapia a la vista. Y es poco discutible que cuando la centralidad consiste en apostar por una franquicia del Hermitage, y la descentralización en imaginar algo como BCN World, el golpe de timón ya no es solo una necesidad, sino un acto de decencia.

Una economía de servicios acaba generando una cultura de servicios. Y, hasta hace bien poco, la diferencia entre los dos grandes proyectos de política cultural estaba en que la marca Barcelona daba por sentada la aceptación de esa correspondencia, mientras que el modelo Barcelona intentaba suturarla. Estas dos respuestas, con su repertorio de tensiones, eran conocidas por buena parte de los colectivos culturales y sus líderes, hoy en puestos políticos claves en el Ayuntamiento o incluso el Congreso de Diputados. Algunos de ellos habían actuado, durante un tiempo, como fases de ese sistema cultural colapsado: un capítulo disonante de las instituciones cuando estas se decidían a operar en modo crítico. (Esto también es poco discutible, por más que alguna urgencia épica disminuya hoy esa participación o expanda una imagen absoluta de esas instituciones como meros edificios de la casta).

Varios de estos colectivos entraban y salían de los centros de la cultura —CCCB o MACBA, por ejemplo— sobre la base de un contrato social no escrito que les permitía convertir sus intenciones políticas en proyectos culturales. Ahora, al revés, les ha llegado el momento de convertir sus proyectos culturales en política pura y dura.

El arte se comporta a menudo como una avanzadilla de los procesos de especulación urbanos

Ya no constituyen una zona del sistema, son el sistema mismo. Ya tienen el poder —o gozan del empoderamiento, para mantenernos en la jerga vigente de nuestra eufemocracia—, ya forman parte del desastre. Y ya habrán comprobado, en fin, que es más fácil hacer una revolución desde el museo que una reforma desde el parlamento.

Siguiendo esa tradición tan barcelonesa según la cual hacer política es, sobre todo, hacer política cultural, no es extraño que las claves de la impronta descentralizadora también tengan su paradigma en referentes de la cultura. En un Reina Sofía, pongamos por caso, que es capaz de autoproclamarse como un museo “periférico” para abordar sus proyectos latinoamericanos y a la vez esquivar su sombra colonialista. O en la apuesta sorpresa de la próxima Dokumenta de Kassel, que ha desplazado el debate de Alemania a Atenas, para reflotar esa periferia que es hoy el núcleo mismo, no ya de la civilización, sino del desmontaje físico y cultural de ésta.

Esta “periferización” que hoy busca su clímax en el Besós, Hospitalet o Fabra i Coats no está a salvo de dificultades nuevas o de manías viejas. Con ejemplos tan cercanos como el Raval y el Born, o algo más distantes como Berlín del Este o Brooklyn, es fácil sentir el aliento de la gentrificación que suele acompañar a los emplazamientos culturales. En un trasvase que todavía es mas de discursos que de recursos, la cultura no puede repetir, en plan Sartre, que la especulación son los otros. Ya no quedan coartadas, ni fraseología crítica a mano, para disimular que el arte se comporta menudo como una avanzadilla de esos procesos de especulación urbanos.

Tampoco queda demasiado espacio para levantar una nueva mitología que, a base de negarlos, acabe repitiendo los latiguillos de la Catalunya auténtica o la Barcelona cosmopolita. Reivindicar el barrio está muy bien, pero no conviene sobrestimarlo hasta el punto de tratarlo como “lo real”. Eso es repetir un esencialismo tan arquetípico como el de la nación, el terruño, la ciudad, cualquier entidad imaginaria. En mi barrio, por poner un ejemplo con el que me tropiezo cada día, no nos va quedando otra identidad que la del bar y la farmacia, prácticamente los únicos elementos sólidos en pie después de la desaparición de centros de enseñanza, kioscos y otros vestigios de nuestra antigüedad material. Por no hablar de unos emigrantes que operan como usufructuarios de un territorio en el que apenas se integran, impermeables ante las nuevas costumbres y afianzados, aún con más desesperación si cabe, a sus viejos usos. Hoy el reguetón, el hip hop, las bandas urbanas, el fútbol con asado al aire libre, el picnic improvisado, la música a toda mecha o el botellón ofrecen, por esas periferias, un imaginario barrial que poco tiene que ver con los reductos del flamenco o la reivindicación de la vida charnega tan bien narrada, en nuestra antigüedad espiritual, por Candel, Vázquez Montalbán, Juan Marsé, Francisco Casavella o Javier Pérez Andújar.

Tres. Estos son algunos trazos, a pie de calle, de esta Barcelona que hoy se escribe en gerundio, y en la que ya ha hemos pasado de los preliminares pero no vislumbramos todavía el orgasmo. Una ciudad en la que no rematamos, extasiada en un work in progress infinito desde el cual la independencia, el federalismo, la regeneración, lo que sea, está siempre, como la emblemática película de Guerín, “en construcción”. Una ciudad en la que la experimentación es marca, modelo y rémora, todo junto.

Con la diseminación de su poder, Barcelona está pasando de ser una ballena inalcanzable —independiente o acosada— a algo parecido a un banco de peces (gracias a esa apuesta por la inteligencia colectiva, los colectivos de creación, la acción social como una de las bellas artes). Esta mutación está, también, rodeada de peligros. Todos sabemos —para mantenernos en las metáforas marineras— que detrás de las sardinas siempre viene el tiburón. Y que no hay banco de peces que no acabe convocando a sus depredadores.

Iván de la Nuez es escritor.

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