Nosotros o nuestros hijos
CONOCÍ HARÁ UNOS 10 años a una persona obsesionada por dejar atado y maniatado el futuro de su único hijo. Era un empresario que había trabajado muy duro, continuando el negocio familiar y haciéndolo crecer. Ganó mucho dinero y lo fue invirtiendo en pisos hasta consolidar un patrimonio inmobiliario francamente impresionante. A su hijo lo educó protegiéndolo, con un exceso de celo que solo provocaba inseguridad en él. No entró a trabajar en el negocio familiar porque eso era exigirle. A medida que envejecía, la obsesión del empresario era cómo asegurar que a su hijo nunca le faltase nada y que nadie lo engañase. Para ello, procedió a vender todos los inmuebles mediante hipotecas privadas, de modo que su hijo recibiese su formidable herencia de forma fragmentada, mensualmente, sin opción a arruinarse o a disponer de todo el capital de un plumazo.
Aunque sea a otra escala patrimonial, esta es una preocupación habitual en muchos padres: dejarles algo a los hijos, un ahorro, un patrimonio, activos. Parte de la cultura de la propiedad que llevó a millones de españoles a adquirir su vivienda habitual se asentaba en tal intención: ser propietario de algo que algún día nuestros hijos pudieran disfrutar o convertir en dinero. Para muchos españoles, su piso es su ahorro.
Este es un juego de suma cero. Lo que gastemos nosotros no lo ahorrarán nuestros hijos. Los padres queremos lo mejor para ellos. Un padre o una madre sería capaz de cualquier cosa por un hijo, por no verlo sufrir, por que esté feliz, por que no le falte nada.
LOS HIJOS QUE SOLO TIENDEN LA MANO PARA RECIBIR UNA ASIGNACIÓN SEMANAL seguirán EXTEndiéndola mientras caiga algo y no SE BUSCARÁN LA VIDA.
Explicaré otro caso sorprendente. Tengo una buena amiga que trabaja en el sector textil. Uno de sus grandes clientes es uno de los principales empresarios de Bélgica, propietario de varios castillos en el centro de Europa. En cierta ocasión, volaban juntos a visitar a un proveedor. En pleno vuelo, pasaron el carrito de las bebidas, que eran de pago. El empresario preguntó cuánto costaba un refresco de cola. “Cinco euros”, le respondió la azafata. “Es muy caro, olvídelo”, dijo él. Mi amiga, que es muy dicharachera y espontánea, exclamó: “¡Pero si para ti cinco euros no son nada! Pídete el refresco”. Él respondió: “Claro que no son nada, pero esa no es la cuestión. El precio es desorbitado e, independientemente de que disponga de ese dinero, no estoy dispuesto a pagar ese precio porque no lo vale”.
¿Qué tiene que ver con ahorrar para nuestros hijos o gastar en nosotros mismos? Mucho. Porque lo que este empresario aprendió de sus padres era que el dinero cuesta un esfuerzo ganarlo. Había aprendido a reconocer el valor de las cosas. La cuestión no era si podía desembolsar cinco euros, sino si el refresco los valía. Mantener esta postura a lo largo de la vida es solo posible si uno ha aprendido a vivir así desde la infancia. Y es indispensable experimentar que el dinero ha de ganárselo uno.
Los padres afrontamos un problema. Incluso teniendo ahorro para dar en herencia a los hijos, estos creerán que no hemos sido del todo justos. Si una herencia reparte por igual, aquel a quien van peor las cosas considerará que sus padres fueron ajenos a su difícil situación. Si, en cambio, tratando de compensar la fortuna y avatares de la vida, se deja más herencia a quien le va peor, el que recibe menos sentirá que él merecía lo mismo y leerá en tal intento de compensación una falta de aprecio o justicia.
Conozco a dos hermanos que fueron tratados distintamente por sus padres. Uno recibía puntuales ayudas económicas y el otro nada. El primero se ha pasado la vida esperando más y el otro ha espabilado porque no esperaba nada. Se ha buscado la vida porque no contaba con nada más que los resultados de su esfuerzo. Al empresario belga lo educaron así. Sus padres no le dieron ni un duro. Es un hombre hecho a sí mismo que desde muy joven trabajó, incluso mientras estudiaba. Los jóvenes que en el verano imparten clases particulares o hacen de monitores en colonias para ganar unos dinerillos son los emprendedores de mañana. Los que tienden la mano y reciben una asignación semanal para sus gastos seguirán extendiéndola mientras caiga algo.
Mi opinión es que si a los hijos les queda herencia, perfecto. Pero no debe ser un objetivo. El mejor legado se compone de cuatro elementos: valores, conocimientos, educación y experiencias. Valores que pensemos que son los adecuados, los duraderos y sostenibles. Conocimientos y educación van de la mano y los hay de dos tipos: los académicos (estudios, idiomas…) y los de la vida (el mundo, las relaciones, uno mismo). Finalmente, experiencias. Educar consiste en provocar detonaciones controladas. Ahora que los padres estamos ahí para ayudarlos a levantarse, nuestra misión es que prueben y experimenten a una edad en que sus errores, problemas y preocupaciones son aún reconducibles, manejables, gestionables.
La madre oso, cuando decide que su cachorro está ya listo para sobrevivir, lo deja en el bosque y, cuando está distraído, se da la vuelta y, sin dolor, lo abandona. Cuando el pequeño descubre que está solo, llora. Se cree perdido. Cuando se da cuenta de que su madre no regresará, se busca la vida. Eso no funciona en los humanos. Nuestra misión es la de irlos enseñando a volar poco a poco, a probar, de modo que adquieran autonomía de modo paulatino. Ese sí que no es un juego de suma cero.
De nada sirve dejar en herencia dinero o patrimonio si los hijos no han aprendido a gestionar y valorar que cinco euros son cinco euros, y no los vale un refresco. El hijo del empresario que recibió una renta vitalicia de todos los inmuebles, cuando su padre falleció, se buscó un abogado y resolvió todos los contratos hipotecarios. Quería todo el dinero. Lo quería ya. Eso sí supo hacerlo porque estaba bien adiestrado en recibir dinero.
Sigue sin saber ganarlo.
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