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Columna
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Querido Chule

Cuando te conocí tenías seis años. Vivías en Jauja, en un cerro con unas vistas espectaculares de Madrid: la cúpula azul de San Francisco el Grande, la mole grisácea de la Almudena, las negras torres inclinadas Kio, el cetro del Pirulí…

Vuestra casa daba a un patio emparrado que compartíais con tus tíos y tus abuelos. Por las tardes, si hacía buen tiempo, los hombres sacaban una mesa y se juntaban con los amigos a echar una partida de cartas. Siempre había cerveza fría y era raro que alguno no trajera una guitarra. Mercedes, tu madre, una mujer que parecía una niña, se sentaba en una silla baja, junto a la puerta, con tu hermano mayor en brazos, delgado y desmadejado como un títere. Le atusaba el pelo y le secaba las babas mientras tú salías del patio brincando y te perdías por el laberinto de tierra.

En las noches despejadas de invierno, el cielo se apretaba frío y luminoso encima del patio. En verano, cuando el sol se ponía y la ciudad se incendiaba en el horizonte, la vida parecía sencilla y alegre desde aquel patio que parecía el bar de un mirador. Hasta tu madre sonreía mientras acunaba a tu hermano. Entonces era fácil olvidarse de las enormes ratas que correteaban por la basura, de los yonquis que entraban renqueantes en el cerro y de la hostilidad de los vecinos del barrio, hartos de que los terrenos para el parque que les habían prometido, la Cuña Verde de Latina, se hubiesen convertido en un mercado de droga.

Eran los años noventa y Madrid estaba tachonado de asentamientos chabolistas con nombres sorprendentes: Pan Bendito, Las Mimbreras, Los Focos, El Rancho del Cordobés… En Jauja vivían cerca de 100 familias gitanas en unas casetas prefabricadas que llamaban caracolas. Era una solución “temporal”, habían dicho los políticos. Pero en el tiempo de los gitanos el antes y el después apenas pesan. Acostumbrados a ir de un sitio a otro, de una chabola a otra, el presente era vuestra casa y el presente entonces se llamaba Jauja.

Un día me llevaste con gran secreto a tu cuarto –las paredes pintadas de azul, un camastro, la ropa colgada de clavos, un póster torcido de Digimon– y me contaste que tenías unos amigos nuevos. Te llevaste un dedo a los labios: “No se lo digas a mamá, no le gusta que juegue con ellos”. Una semana más tarde me anunciaste, enfurruñado, que tu madre los había matado. Al salir de la casa me la encontré. Algo debió de notarme en la cara porque me preguntó qué me sucedía. Cuando le conté lo ocurrido, estalló: “Pues claro que los maté, los ahogué a todos en un cubo. ¡Eran ratones! El Chule los tenía escondidos debajo de su cama”.

El poblado desapareció. No volví a saber de vosotros, pero cada vez que pienso en ti, Chule, veo a un gigante diminuto en el centro de aquel patio emparrado, a un fabulador con el don de transformar ratones en niños, miseria en belleza, a Jauja en jauja.

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