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Columna
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Querido amigo

H   E RECIBIDO su obra y, con la amable insistencia de nuestro común amigo, le he dedicado un tiempo que no tengo pero que la amistad siempre encuentra en alguna parte. Gracias a este milagro puedo decirle que me ha causado una impresión favorable y que no tengo nada que reprochar a ninguno de los dos. El tema es rico; la estructura, bien medida y enhiesta; y no tiene mala pluma para el estilo grave. Me ha gustado mucho el paneuropeísmo del personaje, con esas breves recaladas en Nueva York y San Luis, empujado por las jabonosas olas de su indagación. Siempre hay algo conmovedor en un hombre que da sentido a su memoria. La escena inicial de su cumpleaños, primero a solas con la inefable consejera Enriqueta, luego con el entorno de parientes de escritores muertos, resulta, como exige un buen comienzo, muy contundente. Es de alabar la ausencia de los escritores mismos en esa fiesta, suplida, sin embargo, a lo largo del texto, por certeras citas, recreaciones y homenajes. Nuestro común amigo me había prevenido contra estas evocaciones, pero no les pongo objeción. Son a la vez espumosas y titánicas: Bolaño en Blanes, Pessoa en Durban (aunque no haya podido usted costearse aquí los gastos del viaje), Bloy en el santuario de la Salette, los poco conocidos años estudiantiles de Mandelstam en Heidelberg. Muy buena también la perspectiva de la laboriosa formación del esperanto, con el congreso en Boulogne-sur-Mer, que no solo propicia las mejores páginas de paisaje, sino que enlaza sutilmente con el tema del lenguaje de la memoria, tan comprometido hoy por hipótesis biologistas. No me ha parecido tampoco inoportuno que, dado que su edad y circunstancias no le han permitido vivir propiamente ninguna gran conflagración, se haya detenido usted en su viaje unos momentos en Belchite y Verdún, porque sin duda toda memoria es transgeneracional.

Ahora, ya que la amistad de un tercero parece autorizarlo, te trataré de tú. Confieso que, a medida que iba avanzando por el camino de ese yo tuyo que admite haber perdido la memoria, haberse quedado “sin fundamento”, y que, en vez de “hibernar en la cómoda cueva del olvido”, se propone épicamente recuperarla, iba también sospechando que lo que había tenido en realidad era un ataque de amnesia. Amnesia clínica, para ser preciso. No sé por qué, la gran Enriqueta y el coro de primos me parecieron, ya al principio, miembros de una conspiración compasiva destinada a procurar a tu yo una conmoción liberadora, una descarga de afectos patógenos que, en determinado momento (en Belchite o en San Luis), le devolviera todos los recuerdos borrados. Lo volví a pensar en el interludio en Białystok, a propósito de la primera gramática del yidis, que arranca de tu yo ese desgarrador resurgimiento del hermano con trastornos del habla. Me pareció que ahí se gestaba algo, aunque la cita de Borges con que se cierra el capítulo me desconcertó. Hacia el final, con la irrupción del pescador estudiante de Medicina, creí que hacía su aparición providencial el detective que va a resolver el enigma. No fue así, pero, en cualquier caso, el aire de novela de detectives no se disipa. Como ya me señaló nuestro común amigo, es uno de los grandes aciertos del libro.

He pasado, y os lo debo a los dos, un par de veladas muy gratas. No me queda más que despedirme atentamente.

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