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Columna
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Los 36 hombres justos

Cuenta la leyenda que en cada generación nacen entre los judíos 36 hombres justos elegidos por Dios para cargar con los sufrimientos del mundo, y a los que él ha concedido el privilegio del martirio. Por tanto, el mundo se apoya sobre 36 hombres justos, que con frecuencia ni se reconocen entre ellos ni saben quiénes son. Cuando el justo desconocido llega al cielo, está tan helado que Dios debe calentarlo durante mil años entre los dedos hasta que su alma pueda abrirse al paraíso, y se sabe que algunos de ellos quedan tan inconsolables ante la aflicción del mundo que ni siquiera Dios logra calentarlos.

Tras sus palabras, Alec Whealey buscó una reacción de Arturo. Este miró el cuerpo congelado de Rafael Arnáiz.

–Quizás el mundo tenga que conformarse ahora con 35.

–No obstante, siempre aparece otro para reemplazarlo, la cifra siempre ha de ser la misma.

–¿Cree usted que puede haber tantos?

–No lo sé… ¿Es usted un hombre justo, señor Andrade?

–¿Por qué menean tanto la perdiz? –preguntó súbitamente Arturo, con el rostro contraído por la furia–. Si sospechan de mí, ambos sabemos que tienen métodos más expeditivos.

Whealey apretó los labios y negó con la cabeza.

–No somos animales. Y, como le he dicho, los rusos no tendrán tantas contemplaciones. Cuando ellos lleguen, solo podrá recurrir a nosotros.

El inglés se dio la vuelta y se alejó por la nieve, seguido por su camarada.

–¿Me dejan aquí? –preguntó Arturo.

–Ha de ocuparse de sus muertos –le respondió Whealey sin mirar atrás.

Arturo se acordó de los suyos mientras les veía alejarse entre palios de nieve. Hizo una mueca de dolor y se tocó el costado. Observó el cadáver de Arnáiz. Las apariencias. Las apariencias por sí solas no significaban nada, para que funcionen debían de querer ser creídas. Y él no estaba por la labor. Se arrebujó en el abrigo. La nieve seguía cayendo, borrándolo todo; aquel inglés aseguraba que su labor era recobrar el ayer, pero el mismo Eclesiastés asegura que la memoria del pasado se borra en las nuevas generaciones, como la del presente se borrará de las venideras.

Si la wehrmachT hubiese tomado moscú, se habría desatado un efecto mariposa que habría avanzado con la contundencia de un tanque.

En esa ocasión había cogido un taxi. Hacía demasiado frío y estaba harto de patear Berlín como si fuese el chico de los recados. Fue directamente al Lorelei y allí le expuso a Pepe la situación. La mujer le aseguró que se encargaría de Arnáiz y le aconsejó que volviese a su piso. Por la autoridad y el aplomo con que reaccionó, aquel tipo de circunstancias no le resultaban desconocidas. Sin embargo, no era conveniente que Heberlein se enterase de los acontecimientos. Antes de marcharse, Arturo se había hecho con una botella de coñac, que era la que se estaba trajinando en ese momento mientras contemplaba Berlín por la ventana. Me alegro de que sigas vivo, le había despedido Pepe en un arranque insólito de empatía. Una mujer que se alegra de verte, había dicho Arturo, no hay mejor fortuna. No te hagas ilusiones, respondió Pepe recuperando su máscara de agria indiferencia. Por eso juzgo y discierno por cosa cierta y notoria, se despidió Arturo, que tiene el amor su gloria, a las puertas del infierno. Arturo sonrió mientras le daba un trago al gollete de la botella.

Cierto y notorio era también que no le quedaba más que la ironía para enfrentarse al hecho de que seguía allí, en un círculo viciosísimo. Si hubiéramos llegado a Moscú, repitió Heberlein en su cabeza. Si la Wehrmacht hubiese tomado la capital, se habría desatado un efecto mariposa que habría avanzado con la contundencia de un tanque Tigre. Los nazis probablemente habrían invadido España y depuesto al Caudillo, quien no contaba con las simpatías del Führer, y colocado en su lugar a alguien más proclive al nacionalsocialismo como era el general Muñoz Grandes, primer jefe de la División Azul, Serrano Suñer mediante. La mariposa continuaría su baile caótico y muchos miles de hombres más, justos e injustos, habrían sido exterminados, pero también se habrían salvado muchos camaradas de la División, de la misma forma que habría podido retirarse a España con Silke. Echó un buen trago al coñac. En su cabeza volvieron a repetirse con una terrible nitidez los amaneceres de plata oxidada de Rusia.

Los golpes de mano.

El frío cortante como un cristal, las armas que se congelaban.

Los trapecios colosales que las trazadoras de la defensa antiaérea de Leningrado dibujaban en el cielo, los rosetones de luz de los proyectiles, los ­globos cautivos arracimándose, el horizonte de cúpulas y tejados que se espiaban desde las trincheras.

El rancho helado que rechinaba en la boca debido a los pedacitos de hielo.

El sonido estremecedor de los motores de los T-34 que precedían a los miles de rusos en Krasny Bor.

El nihilismo, la ambición desmesurada de nada.

Yo solo me acuesto con hombres que quieran vivir, le dijo Pepe.

Arturo bebió más coñac. El crimen había sido colosal, en efecto, pero si lograbas que fuese lo bastante grande, al final nadie lo había cometido. No se podía procesar a un país entero. Siguió bebiendo hasta mediar la botella. Empezó a cantar la versión divisionaria de Lili Marleen. A voz en grito.

Al salir de España

Sola se quedó

Llorando mi marcha

La niña de mi amor.

Cuando partía el tren de allí

Le dijo así

Mi corazón:

Me voy pensando en ti.

Adiós, Lilí Marlén

Aunque la distancia

Viva entre los dos

Yo siempre me acuer…

Siguió con el resto del cancionero, Yo tenía un camarada, la Giovinezza, Primavera, Katyusha, Desde Rusia, Horst Wessel, Erika… Cantó y bebió hasta que se quedó ronco. En ese estado de clarividencia que se alcanzaba en medio de las borracheras, intentó buscar señales en el cielo de Berlín, ya fuese en nubes o en el vuelo de los pájaros, algo que le conectase con algún tipo de trascendencia, 36 hombres justos que sostuvieran aquella realidad, pero el mundo era lo que era. El alma, claro…, una mente obligada a contemplar el vacío, la muerte, el deterioro; en tales casos, el hombre poseía una fuerza creativa inusitada. A cambio de consuelo se te pedía ignorancia, era un buen canje. La eternidad si creías en cuentos chinos o, en este caso, judeocristianos. El único sentido de la vida era que siguiese adelante. Y para ello necesitaba beber agua. Tenía sed, una sed absoluta, pero no quedaba hielo en la casa, así que se veía obligado a ir con el cubo hasta una fuente cercana. Buscó y comprobó la Walther, limpió bien el cuchillo y recuperó la chistera –un tanto destrozada, con forma de acordeón–, encasquetándola sobre el gorro de lana. Salió a la nieve y cruzó un par de calles hasta que vio el hilo de cobre que salía del suelo, cuyo grifo parecía la cabeza de alguna sierpe. A su lado había un desconocido que le observaba con fijeza. Arturo se detuvo, cambió el cubo de mano y metió la mano en el visón para agarrar la culata de la pistola. Al ver su gesto, el hombre dibujó en el aire un par de números y dijo: “Ochenta y ocho”.

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