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Columna
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La memoria del hielo

El agente Alec Whealey aguardó a que Arturo terminase de despertar. Arturo comprobó que el británico llevaba la misma bufanda pero distinto compañero, un tipo alto con bigote y la piel como una corteza de nuez.

–Veo que tiene un nuevo abrigo –certificó Whealey sin dejar de apuntarle con su arma–. ¿Dónde estuvo ayer, señor Andrade?

–Buscándome la vida, como siempre.

–Sea más explícito, por favor.

Arturo le contó una versión sesgada en la que se incluía el Banhof Zoo pero no el Lorelei, con trapicheos para conseguir comida y un abrigo. Whealey le observaba sin abandonar aquella expresión taciturna, como si todo lo que sucediese en el mundo le produjera una irremediable tristeza.

–¿Y no tuvo más noticias de Fred? –le interrogó Whealey.

–¿Fred?

–Fred Wander. El agente que me acompañó la última vez.

–Después del Banhof Zoo no dio más señales de vida.

–¿Y qué me dice de Lichtenberg, señor Andrade? ¿Ha estado usted por allí?

Arturo negó con la cabeza.

–Eso queda muy lejos, y hace demasiado frío para andar de paseo.

Whealey miró su pistola, pero no se decidió a guardarla. También eso le produjo desconsuelo.

–Parece que nuestro compañero tuvo un desafortunado encuentro con los rusos –explicó Whealey, describiéndole un escenario que Arturo conocía al dedillo.

–Siento lo de su compañero. Ahora todos luchamos contra los ruskis.

–Eso espero, señor Andrade, eso espero. Sin embargo, lo que no me explicó es qué hacía Wander tan lejos de aquí.

–Si yo tuviese algo que ver, ¿cree que me hubiera quedado esperándoles?

Whealey rumió sus pensamientos sin dejar de estudiarle. Al cabo, guardó la pistola y le hizo un gesto a su colega.

–Tendrá que venir con nosotros, señor Andrade. Quiero mostrarle algo.

Arturo no dudó en cumplir sus órdenes, dando gracias a los dioses aliados o nazis porque al agente no le hubiera dado tiempo de reportar. Se detuvieron cuando Whealey cogió la chistera y se quedó observándola, ensimismado.

–Bonito sombrero –comentó–. ¿También lo consiguió en el Banhof Zoo?

–Las alegrías estéticas nos mantienen en forma, mientras casi todo el mundo está sometido a la pasión política –citó Arturo.

–Vaya, ¿de quién es?

–Goethe.

–Otro cochino nazi…

Whealey tiró la chistera al suelo y la aplastó con su zapato. Luego ordenó a su camarada que agarrase a Arturo y se dirigió a la salida. La nieve caía con delicadeza sobre la ciudad; antes de subir al coche pudo comprobar que las líneas del trineo habían desaparecido.

Cruzaron un Berlín que en algunas zonas, a causa de la ­nevada, parecía tiza mal borrada sobre una pizarra. Se dirigían en silencio hacia los confines de Charlottenburg; cuando Arturo intentó hacer una pregunta, la respuesta fue un gruñido amenazador. Atravesaron la enorme marquesina de un cine, sostenida por un arco milagrosamente intacto entre las montañas de piedra y hielo; rodearon un tranvía tumbado y destripado en algún episodio de defensa contra tanques. A pesar del frío, Arturo tenía un charco de sudor en la zona lumbar.

 

Entre los copos de nieve comenzaron a dibujarse los gigantescos perfiles del Estadio Olímpico. La ciclópea construcción se había levantado para los Juegos Olímpicos de 1936, los primeros retransmitidos por televisión, a fin de simbolizar la grandeza del nacionalsocialismo y deslumbrar al mundo. Alrededor se podían ver las enormes estatuas que adornaban el espacio olímpico, discóbolos, corredores de relevos, jinetes…, y las torres que simbolizaban las diferentes tribus germánicas que se ­habían acantonado a lo largo del Rin para amenazar al Imperio Romano. El edificio había salido sorprendentemente indemne de los bombardeos aliados. Arturo recordó que en 1942 también se celebró allí un amistoso entre la selección española y la alemana en un campo a rebosar de miembros de la División Azul. El encuentro acabó en empate. El vehículo se detuvo en la Puerta de Maratón. El tipo del bigote empujó a Arturo fuera del coche. Alec Whealey encendió un cigarrillo sin ofrecer el paquete a nadie, observó el estadio. Los sellos de nieve se balanceaban en el aire, afilados carámbanos transparentes colgaban de algunas columnas. El frío penetraba hasta las encías.

–Sígame, señor Andrade –habló con el cigarrillo en la boca–. Como le dije, quiero mostrarle algo.

Empezaron a caminar mientras sus bocas exhalaban vapor como locomotoras. Atravesaron la formidable almendra central hacia la tribuna de autoridades desde la que Hitler había jaleado a sus atletas. A medida que se acercaban, Arturo pudo distinguir un bulto esquinado junto a una de las escaleras que subían hasta el púlpito. Llegaron hasta él; era un hombre de rodillas, con la barbilla apoyada en el pecho, como si estuviera rezando o descansando. El frío lo había reclamado ya como una de sus posesiones, y su memoria podría mantenerlo intacto las siguientes generaciones, al igual que aquellos relatos de montañeros congelados cuyos hijos o nietos lograban rescatar sus cuerpos, con la paradoja de que, en muchos casos, los ancestros se conservaban más jóvenes que sus descendientes.

–¿Le reconoce? –se interesó Whealey.

Arturo se puso en cuclillas y estudió el rostro helado. A pesar de las facciones desfiguradas por los golpes, se le reconocía.

–Es Rafael Arnáiz.

Whealey echó las últimas caladas y tiró el cigarrillo.

–La tercera guerra mundial ya ha comenzado, señor Andrade. Y, como usted bien apuntó, todos luchamos contra los rusos.

–¿Está seguro de que ustedes no han tenido nada que ver? –propuso Arturo con recelo.

–Han sido los rusos, y querían que le encontrásemos. Digamos que ambos compartimos un juego, ellos entran en nuestro territorio y nosotros, de vez en cuando, también les entregamos nuestra tarjeta de visita. El resultado es que tanto usted como yo hemos perdido camaradas. Y dele las gracias a su amigo, parece que no ha hablado; si no, usted no estaría ya aquí.

Arturo observó unos segundos más el cruel destino de Arnáiz y se levantó. La nieve continuaba cubriéndolo todo, haciendo que la pretensión humana de propiedad perdiese toda su razón de ser. Recordó la maleta color burdeos. Tanto los rusos como los aliados tenían listas de nazis en todas las categorías profesionales, sobre todo científicos, a quienes perseguían para nutrir sus propias filas al margen de los delitos que hubiesen cometido. A lo mejor toda aquella competición no tenía una justificación tan virtuosa y loable. Miró al esbirro de Whealey. Luego a Whealey.

–¿Y qué quiere que haga? –respondió Arturo–. Yo no tengo nada que ver con su juego, solo soy alguien que quiere regresar a casa.

El inglés adoptó una expresión circunspecta, como si hubiera escuchado un sermón. Suspiró. Contempló las gradas que les rodeaban vertiginosamente.

–Decían que el Reich iba a durar mil años –reflexionó en voz alta.

–Se quedaron un poco cortos –replicó Arturo.

El agente señaló a Arnáiz.

–Su colega me recuerda algo. ¿Conoce usted la historia de los 36 hombres justos, señor Andrade?

–No.

–Permítame contársela. Resulta muy, pero que muy oportuna.

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