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Columna
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El ogro

-¿Quién es el Ogro? –preguntó Arturo./

–Es la organización que asesora a los antiguos compañeros de armas para abandonar Alemania –contestó Pepe.

–Quieres decir que ayuda a los nazis a fugarse.

–Si fuera tú, no sería tan explícito. Arnáiz no aparece, y lo más seguro es que a estas alturas ya no lo haga, así que el Ogro quiere tratar directamente contigo.

–¿Cuándo?

–Se pondrán en contacto en breve.

Arturo miró las filas de botellas reflejadas en un espejo.

–¿Puedo tomar un trago?

–¿Crees que son horas?

–¿Hay unas mejores que otras?

Pepe echó una larga calada. Adelante, le animó. Arturo pasó al otro lado de la barra y eligió una botella de coñac. Buscó un vaso limpio y se sirvió; se sentó de nuevo frente a la mujer. Bebió un sorbo que le quemó los labios.

–¿Crees que los nazis volverán a luchar?

–Creo que mucha gente sigue creyendo y hay otros muchos que quieren creer. Ahora solo corren… –señaló la figurita– como conejos, pero quién sabe.

–¿Estás con ellos?

–¿Y tú? –dijo punzante y agresiva.

Arturo giró el vaso.

–¿Y qué hay de ti?

–¿Cómo que qué hay de mí?

–Este es un momento especial. ¿Cuántas veces se tiene la oportunidad de hacer algo así en la vida? Estamos solos, tranquilos, podríamos charlar.

–¿Sobre qué?

Arturo sonrió con cierta guasa.

–Cosas esenciales, todo lo que un hombre y una mujer encierran en su pecho y solo muestran una o dos veces a lo largo de su vida.

Pepe abrió los ojos desmesuradamente.

–¿De verdad crees que voy a acostarme contigo? –dijo sin tapujos.

–Bueno, no me gustan los atajos, pero si tú lo consideras pertinente…

La mujer se rio. Volvió a fumar.

–Arturo, Arturo… ¿Recuerdas cómo se llama mi negocio?

–Lorelei.

–¿Y conoces su historia?

–No.

–La sirena Lorelei, una especie de copia kitsch del original griego. Vivía en un acantilado del Rin, una zona del río muy peligrosa. Ya sabes, una doncella de largos cabellos rubios que fue traicionada por su amado y se arrojó desde el acantilado para convertirse luego en un ser despiadado y vengativo que conducía a los navegantes hacia la muerte. Sus ropas blancas, su cabello de color oro atraían a los hombres, y cuando querían acercarse a ella, trepaban por el acantilado hasta que terminaban por despeñarse…

–Dios nos ha dado un cerebro y un pene, aunque a veces no hay suficiente sangre para regar los dos –apuntó Arturo–. Nada nuevo.

–Es más complejo que eso, Arturo.

–Soy todo oídos.

–En realidad no queréis follaros a Lorelei. Sabéis lo que os espera y sin embargo continuáis avanzando hacia ella, es algo más fuerte que vosotros. Y tú, como ellos, no eres más que otro hombre hechizado por la inminente aparición de la muerte. Yo solo me acuesto con hombres que quieran vivir.

Hubo un silencio. Pese a su apariencia dura y mundana, Arturo supo que ella era vulnerable –quién no lo era–; las uñas mordisqueadas, cierta manera en cómo su rostro se vaciaba de emociones. La narcisista necesidad de Arturo de salvar a doncellas se sentía, cómo no, atraído por ella, pero esta vez no continuó a ciegas. Ya se había quemado esa mañana, y una polilla tiene un número limitado de llamas a las que acercarse por día. Arturo apuró su vaso, se levantó.

–En fin, gracias por la copa. Creo que voy a ver cómo está el general.

La mujer suspiró.

–Cuídate, Arturo.

–Siempre lo hago.

La atmósfera en el tabuco era azul hielo, casi sólido. Heberlein estaba fumando con dedicación, lo que indicaba que estaba recuperándose. Arturo le saludó y se sentó en uno de los tocadores, no sin antes dejar a su lado la maleta color burdeos.

–Bonito abrigo –le saludó Heberlein.

–No está mal.

–Sabía que podía confiar en usted.

–Seamos realistas: no tenía más opciones. Espero que haya merecido la pena.

–Lo merece –Heberlein comprobó que la maleta no había sido forzada–. ¿Tuvo algún problema?

Por toda respuesta, Arturo cogió una chistera del atrezo y se la encasquetó sobre el gorro de lana. Pensó que sería una buena idea regresar a su piso de Charlottenburg para no despertar sospechas en los ingleses. En cuanto descubriesen el estropicio, se iban a cabrear, y no encontrarle en su apartamento sería un signo ineludible de culpabilidad. No sabía si el tipo de la cara color pizarra se había puesto en contacto con sus camaradas para revelarles la situación del Lorelei, pero tenía que correr el riesgo. Le explicó a Heberlein un cuento sobre las razones por las que debía regresar temporalmente a su piso. No quería que lo supiera todo, tanto para no alterarle como por causas que ni siquiera Arturo sabía precisar, mera intuición, instinto de supervivencia. Aquí estará a salvo, le dijo al alemán, mientras los osos buscan la miel en otra parte.

–Y ya me contará de qué conoce canciones españolas –se despidió, bromeando.

–Le va a sorprender –respondió Heberlein.

–Seguro. Y si no le molesta, me llevo la chistera –levantó el sombrero de copa por una de las alas y se lo volvió a encasquetar con un par de golpecitos. Auf Wiedersehen, mein Herr.

Cuando estuvo frente a su edificio en Charlottenburg, Arturo vigiló los alrededores en busca de ingleses. No parecía haber nadie de guardia, así que entró con rapidez en el portal y subió a su apartamento. Todo seguía igual, nadie había entrado para saquearlo. No era poco. Comió algo y encendió de nuevo la estufa. Cuando se echó en la cama soltó un gruñido; dejó al descubierto las diferentes partes del cuerpo que tenía machacadas, áreas enrojecidas que se volverían moradas y luego azules, amarillas y pardas hasta que desaparecieran, quién sabe cuándo. Las palpó para comprobar que no tenía nada roto; por fortuna, las diferentes capas de ropa habían amortiguado las patadas. Se quitó la chistera, escondió la Walther, clavó el cuchillo en el cabezal de la cama, se echó y cerró los ojos. Durmió profundamente soñando con el sombrero de copa, del cual salía conejo tras conejo mientras formaban hileras disciplinadas que ocuparon todo el piso, hasta que uno de ellos se adelantó y le explicó que en el universo de los conejos se creía que el pasado estaba enfrente de ellos y el futuro detrás, pues el pasado se podía ver con claridad y el futuro era desconocido. Por eso Arturo asintió, resultaba sensato, aquellos roedores no eran estúpidos, y cuando el mismo conejo le aconsejó que despertase y le tiró de la oreja para ayudarle, Arturo siguió su recomendación. Cuando abrió los ojos, el rostro de roedor se había transformado en el del agente británico Alec Whealey.

–Despierte, señor Andrade –repitió dándole unos toques en la oreja con el cañón de su pistola–. Despierte o tendrá un sueño decididamente eterno.

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