La Apuesta de Marta
Cuando la navaja de Dani entró en el vientre de Jonathan, Lucía sintió una puñalada de frío en el vientre, luego nada.
Pasó el tiempo, unos pocos segundos largos y espesos como minutos, y siguió inmóvil, tan ajena al control de su cuerpo como si estuviera presa en un bloque de hormigón. Jonathan se tambaleaba, daba un paso hacia delante, retrocedía, volvía a quedarse quieto, presionaba su vientre hasta que sus manos empezaron a teñirse de rojo, la sangre goteando cada vez más deprisa entre las ranuras de sus dedos. Cuando logró caminar, darles la espalda para alejarse de ellos, salió corriendo.
–¡Lucía!
Escuchó la voz de Dani, pero no quiso oírla, sólo correr. Y corrió, corrió, esquivó grupos de borrachos, parejas que se besaban en las esquinas, cuadrillas de hinchas de un equipo de fútbol, y corrió, siguió corriendo hasta que llegó a su casa. Entonces temió que aquel piso ya no lo fuera, aunque allí siguiera estando el dormitorio, pintado de blanco y decorado con cenefas de flores rosas, cuyas paredes había logrado desfigurar con pósteres, pegatinas y carteles de discotecas. Quizá, después de lo que había pasado, ella había perdido el derecho a tener una casa y, sólo de pensarlo, al salir del ascensor se echó a llorar. Sollozaba con tanta fuerza que su hermana mayor la escuchó a través de la barrera de la puerta cerrada. La física habría afirmado que era imposible, pero Marta tenía esa clase de poderes. Después de emplearlos, abrió la puerta, luego los brazos, y la apretó tan fuerte que Lucía comprendió que estaba a salvo.
Se acostaron juntas, abrazadas, como antes, como hacía años que no dormían. Durmió Lucía, Marta no. A las siete de la mañana, cuando escuchó pasos en el pasillo, sintió el impulso de levantarse y compartir la carga del secreto con sus padres, pero lo dominó porque antes tenía que hablar con Lucía, su niña pequeña, su muñeca. Lo había intentado muchas veces en los últimos tiempos, pero al principio ella se cerraba como una ostra, luego cambiaba de tema; por fin se puso violenta, chillaba, la increpaba, recurría a los insultos, a los portazos. Marta la quería tanto que optó por vigilarla de lejos, darle tiempo a que reaccionara por sí misma sin dejar de demostrarle un amor constante, pero su estrategia tal vez había sido un error. La culpa fue lo que no le dejó dormir aquella noche. A la mañana siguiente, Lucía se negó a hablar, a responder, a levantarse de la cama. Por la tarde, cuando Marta entró en su cuarto, se derrumbó.
Ahora, Lucía sabe que tiene una casa aunque no viva allí. Lo que no sabe es hasta qué punto se enorgullecen de ella todos los que la quieren. La policía la interrogó como testigo, pero no presentó ningún cargo, porque había salido corriendo antes de que pudieran hacerle el test de drogas que afrontaron todos sus amigos. Podría haber seguido viviendo igual, estando sin ser, sin hacer, pero cuando se enteró de que Jonathan había muerto decidió que quería vivir, que su vida sería una prueba de amor, un acto de justicia capaz de compensar la muerte de un inocente. Y fue tan valiente que pidió ayuda. Tan valiente que, sobre todo, fue capaz de aceptarla.
Cuando ingresó en el centro, sus colegas cruzaron apuestas sobre el tiempo que tardaría en salir, y las perdieron todas. Lucía sigue allí. En unos pocos meses ha acumulado más experiencia de la que ellos, tal vez, sumarán en el resto de su vida. Cada mañana, al mirarse en el espejo, se asombra al comprobar que sus ojos son un poco más grandes que el día anterior. Cada noche, antes de acostarse, examina su piel y la ve brillar.
Todo lo demás es trabajo. Madrugar, hacer deporte, volver a estudiar, afrontar el esfuerzo supremo de las terapias, vaciarse a solas y con sus compañeros, identificar sus errores y reconocerlos para aprender a vivir otra vez.
Mientras tanto, a Marta también le crecen los ojos, también le brilla la piel. Ella está ganando la apuesta más importante de su vida.
(Este artículo, como todos los que forman parte de esta serie, es un fragmento ficticio de una historia de ficción. Sin embargo, en este mundo tan duro, tan injusto, existen lugares como el centro de Lucía. Para comprobarlo, www.nomasexcusas.asociacioncauces.org).
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