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Mi reino por un esqueleto

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.SEÑOR SALME

CIENCIA y literatura de vez en cuando van de la mano. Los análisis de ADN pueden servir para identificar el animal a partir del cual se fabricó un pergamino, y trazar cuáles tienen un mismo origen. Algoritmos informáticos parecidos a los que se utilizan para ver la evolución de genes pueden servir para trazar quién copió a quién en los manuscritos y así ver cómo se difundía la información antes de la imprenta. A veces la ciencia no es tanto investigar en el soporte, sino en el personaje literario. Un ejemplo reciente es el hallazgo de los restos de uno de los reyes más representados de la historia, Ricardo III. La obra de Shakespeare se basa en el rey que murió queriendo cambiar su reino por un caballo. La historia señala que Ricardo III murió en la batalla de Bosworth, cerca de Leicester, el 22 de agosto de 1485. De hecho, fue el último rey de Inglaterra muerto en el campo de batalla. Con su derrota se pone fin a la casa de York y empieza la dinastía de los Tudor, con Enrique VII…, y aquí es donde pueden surgir divergencias entre el personaje histórico, el real y el literario. La mayoría de la información que tenemos sobre él procede de sus enemigos, incluyendo la obra de Shakespeare, que trabajaba para los Tudor. El bardo de Strat­ford lo retrata como un jorobado amargado. Eso sí, pone en su boca hermosísimas palabras que obviamente nunca dijo, como el soliloquio que empieza: “Ahora es el invierno de nuestro descontento, hecho glorioso verano por este hijo de York”. La cuestión es que sobre el Ricardo III real había poca información; entre otras cosas, no se sabía cuál fue su último destino ni dónde estaban sus restos. Aquí empieza la investigación, a caballo entre la historia, la arqueología y la antropología forense.

Por la historia sabemos que fue enterrado deprisa y corriendo en la iglesia del monasterio de Greyfriars, demolida en 1530.

Superponiendo mapas antiguos de Leicester con los actuales se pudo ubicar el antiguo emplazamiento del edificio, donde actualmente se halla un aparcamiento. Las excavaciones encontraron los restos humanos, pero ¿cuáles eran? Volvamos al mapa. Lo más probable es que al ser un rey se enterrara en un sitio de honor, como el coro de la iglesia, un lugar de postín. El esqueleto que se encontró no tenía ataúd ni sudario, lo que concuerda con un enterramiento apresurado, propio de quien ha perdido una batalla. Los análisis determinaron que los restos concordaban con la edad que tenía cuando murió (30 años) y la datación estimada (cinco siglos). Los huesos mostraron que la espina dorsal tenía una evidente escoliosis y los hombros asimétricos, por lo que si no era una auténtica joroba, sí que iba cargado de espaldas, como dijo Shakespeare. La causa del fallecimiento fueron diez heridas de espada, de las cuales ocho estaban en la calavera, lo que casaba con una muerte en el campo de batalla. Todas las pruebas indirectas concordaban con los datos históricos de Ricardo III, pero faltaba la prueba directa, el ADN. Por estudios de genealogías se pudo localizar a dos descendientes por línea materna de Anna de York, hermana de Ricardo III, con la que comparte el ADN mitocondrial heredado de su madre, Cecily Neville. El estudio de estos dos descendientes permitió confirmar que los restos encontrados eran de Ricardo III, lo que se consideró uno de los mayores éxitos de la antropología forense y un impulso para el turismo de Leicester. Mi reino por un souvenir.

Certezas y dudas razonables

En España, en fechas recientes también se han utilizado técnicas parecidas a las realizadas con el rey Ricardo III para identificar los restos de dos ilustres escritores perdidos hace siglos. Los de Quevedo se hallaron en la cripta de la parroquia de San Andrés Apóstol de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real) mezclados con restos de niños, ancianos y animales, pero por suerte su cojera permitió identificarlos de forma satisfactoria. La filiación de los restos de Miguel de Cervantes en el convento de las Trinitarias en el barrio de las Letras de Madrid suscita más dudas. No sabemos enterrar a los grandes hombres.

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