_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un maletín color burdeos

CAPITÁN, he de pedirle una cosa… –dijo Heberlein.

–Pida –respondió Arturo sin separar los ojos del escenario.

–Antes de marcharnos necesito recoger algo. No podemos irnos sin ello.

–¿Qué es?

–Un maletín, de cuero, color burdeos.

–Muy bien. ¿Dónde está?

–Ese es el problema. Se encuentra en una casa en ­Lichtenberg.

Arturo le miró bruscamente.

–¿Está usted loco? Eso es zona rusa.

–Es estrictamente necesario que lo llevemos a España.

–¿Qué contiene?

–Eso ya no se lo puedo decir. Streng Geheim.

El lenguaje corporal de Heberlein evidenció que revelaba sus secretos con tanta frecuencia como el Vaticano.

–Está bien –contemporizó Arturo–. Usted no se puede mover de aquí, yo me ocupo.

Un clarinetista contorneaba con una melodía melosa las evoluciones sexuales del enano, que parecía funcionar con un motor de explosión. Arturo apuró el whisky y rumió los peligros de internarse en aquel distrito: muchas armas, mucho ruski, mucho alcohol, mucho tiempo libre, y siempre pasaban cosas. Siempre. Maldijo para sí y esperó que aquella maleta contuviese, al menos, la fórmula de la cocacola. El enano terminó su espectáculo antes de lo previsto, y tras las palmas de rigor los músicos se arrancaron con una versión con mucha garra de Suspiros de España que llenó la pista de figuras danzantes. La música, la bruma, el ruido, los contornos de las parejas, el alcohol…, la nostalgia hizo presa en él. Era un pedazo de España, ya llevaba muchos años fuera; le trajo a la memoria tardes en Extremadura, con el sol poniéndose en la raya de Portugal; los restos romanos de Augustóbriga bajo una luna alta; hombres en los campos volteando la paja y el trigo, lanzándolo al aire para que el viento se llevase la paja y quedara solo el grano; niños descalzos de piel curtida por el aire y el sol… Quizá no era la nostalgia de un país, que ya sería diferente, con unas personas distintas, sino de su juventud. Él mismo había cambiado y en ocasiones se planteaba qué sentido tenía regresar, pero el anhelo era fuerte y unas simples notas musicales hacían que se desbordase. Si había que encontrar aquella maldita maleta para que le dejasen regresar, lo haría.

Observó cómo Pepe se abría paso entre la gente y la luz ahumada, todo aquel vicio exacerbado por el hambre y la lujuria. Cuando estuvo a su lado, les hizo un gesto; Arturo cogió del brazo a Heberlein y siguieron a la figura de esmoquin, cuya melena de betún le llegaba prácticamente hasta el culo. Entraron en el pasillo de los camerinos, lo recorrieron hasta el fondo. Pepe les abrió la última puerta, prendió una anémica bombilla que iluminó un cuarto lleno de viejos disfraces: capas de mago, chisteras, vestidos brillantes de lentejuelas, pelucas… A modo de camas, había un par de catres del ejército; sobre unos tocadores con espejos habían dejado raciones de sopa de guisantes y botellas de cerveza. A pesar de su apurada situación, Arturo pudo sentir el genius loci, el lugar sagrado donde los artistas hacían la transición entre ellos mismos y el personaje que iban a interpretar. Tal vez era el lugar que más les convenía de Berlín.

–Coman y descansen –les sugirió Pepe recolocándose el monóculo–. Intentaré contactar con Arnáiz –se metió la mano en un bolsillo y sacó unos billetes–. Tengan esto, a cuenta.

–No se olvide de la penicilina.

–Descuide.

–¿Puedo hacerle una última pregunta? –dijo Arturo.

La mujer ladeó la cabeza en un gesto que parecía muy suyo. Asintió.

–¿Por qué Pepe?

La mujer imitó la forma de hablar de Arturo: “¿Por qué Pepe?, ¿por qué Pepe?”. Dio un bostezo de fastidio y se marchó dejando a Arturo ligeramente contrariado. Cerró la puerta.

–Un encanto –señaló Heberlein.

–No se deje engañar: estoy seguro de que le gusto.

Heberlein sonrió por primera vez. Luego se miró los dientes en un espejo, se pasó la mano por la barba del mentón, se olió la ropa.

–Apesto –dijo.

–Quizá nuestra anfitriona disponga de agua caliente. Tengo un hambre de lobo.

Arturo cogió una de las latas.

–¿Qué prefiere, sopa de guisantes o sopa de guisantes?

–La sopa de guisantes es mi preferida.

Arturo sacó su cuchillo y lo clavó en la tapa.

–Yo no habría elegido mejor…

El alba. La luz se alzaba poco a poco a lo largo de kilómetros y kilómetros. Después de una noche negra y helada, el alba ponía de manifiesto el mundo, y durante unos segundos el frío y la ansiedad habían desaparecido en Arturo. Quería vivir, con intensidad. Desearía poder decir que tras tanto sufrimiento había encontrado un estado de gracia, comprender alguna verdad, pero no era cierto, se trataba de una sencilla elección entre el ser y la nada; la única certeza era que deseaba seguir existiendo, no por un amor a la vida en sí, sino por la esperanza de algún momento de paz en el futuro. La ropa de Arturo hedía, pero junto con el general había podido asearse y, tras cenar, cumplir un sueño reparador. En esos momentos cruzaba Berlín con el compromiso de Pepe de que en el intervalo que durase su búsqueda conseguiría más penicilina para Heberlein. Tenía un largo y azaroso camino hasta el distrito de Lichtenberg. Tolerancia y riesgo, pensó, todo se basaba en eso. Cruzó el canal de Landwehr, que olía a cloaca, con cadáveres todavía flotando, y continuó hacia el norte; procuraba enfilar las grandes arterias para minimizar el riesgo de perderse en los dédalos de ruinas. Los únicos vehículos que circulaban eran los militares, intercalados por civiles en bicicletas desvencijadas.

Kilómetros de cascotes y cristal, varas de acero retorcidas y negras, calles laterales atascadas de escombros; cada poco encontraba grupos de mujeres con pañuelos en la cabeza y viejos pantalones militares –los hombres tenían prohibido llevar uniformes– que recogían los ladrillos de los edificios desplomados mientras se pasaban cubos llenos en una fila que serpenteaba entre montañas de cascotes. Un viento gélido levantó una nube de ceniza que adquirió contornos extraños, obligando a la brigada a cubrirse la boca con pañuelos. Arturo llegó a la Wilhemstrasse; la avenida de ostentosos edificios gubernamentales se había transformado en una hilera de montículos carbonizados. Desde donde se encontraba se podía ver lo que quedaba de la mole del Ministerio del Aire de Göering y, más allá, la Nueva Cancillería del Reich. Los contornos chamuscados del edificio, lleno de agujeros y abolladuras, con una enorme águila de un dorado chillón que aferraba entre sus garras una esvástica rodeada de guirnaldas desplomada junto a las escaleras. Recordó la entrada por el patio de honor, con sus dos grandes estatuas que representaban al Ejército y al Partido, y de ahí a la “galería de los diplomáticos”, un pasillo de mármol de 146 metros explícitamente pulido para que los representantes extranjeros resbalasen y llegasen al despacho del Führer con una sensación de inseguridad. En las entrañas de aquel edificio se hallaba un templo dedicado a la pretenciosidad metafísica del nacionalsocialismo: Germania.

NOVELA_PRIMER_001
NOVELA_SIGUIENTE_010

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_