Historia de un local
LA pared de la izquierda estaba recubierta por un mueble repleto de pequeños cajones, cada uno con una muestra de su contenido justo debajo del tirador. Había botones grandes y pequeños, de todos los materiales y todos los colores, corrientes y de fantasía, y pedacitos de entredoses, tiras bordadas, cintas, encajes, hasta completar un pequeño universo de opulencia. La pared del fondo tenía baldas, y sobre ellas, otro mundo de cajas de cartón, ropa interior de niño, señora y caballero, pijamas, camisones, camisetas de todos los precios, todos los estilos y calidades. A la derecha, otro mueble de cajones, más grandes, estaba destinado a las medias y los leotardos, pero lo mejor, con todo, era la trastienda.
–No te preocupes.
Esa era la frase favorita de las dependientas ante cualquier petición de mi madre, por muy enrevesada y difícil que pareciera. Un instante después de pronunciarla, aquellas habitantes del mundo mágico de la abundancia desaparecían por la puerta abierta tras el mostrador y regresaban con unas coderas amarillas, o un sostén sin tirantes del tono exacto de la piel solicitada, o unos corchetes tan raros que yo ni siquiera sabía que existieran.
–Mira a ver si esto te vale…
Siempre valía, pero ahí no se acababan los prodigios. Sobre el mostrador, cerca de la entrada, había un misterioso cilindro de metal, conectado a un cable rematado por un punzón, que servía para reparar –o, como se decía entonces, para coger puntos a– las medias de nailon. Cuando lo quitaron, porque nadie se molestaba ya en llevar las medias a arreglar, yo ya no era una hija que acudía a la tienda con su madre, sino una madre angustiada por la necesidad de coser un disfraz para un Carnaval escolar en 48 horas, pero las cosas no habían cambiado mucho.
–No te preocupes –y al rato–, mira a ver si esto te vale…
Recuerdo una tienda donde, al pedir una simple cremallera, la dependienta preguntaba si el cliente la quería regular, corriente o buena, porque el criterio por el que se clasificaban las cosas era la calidad y no el precio. Recuerdo también el compromiso de aquellas vendedoras que llamaban a cada uno por su nombre y recordaban siempre lo que les habían vendido, y nunca ponían problemas para cambiar tallas o colores, de las que tenían surtido de sobra. Recuerdo con nostalgia aquel pequeño y perfecto paraíso que no resistió el tsunami de la España del pelotazo.
Porque, de repente, aquella mercería dejó de tener sentido. Mi barrio, que durante siglos había mantenido un perfecto equilibrio entre la chispa popular y la distinción burguesa, se puso de moda, y un adjetivo ajeno, extraño, le pintó la cara de colores. De la noche a la mañana, todo se volvió cool, aunque sus vecinos no supieran qué demonios era eso. Los alquileres se dispararon, los traspasos multiplicaron su precio por varios ceros, era difícil resistir las ofertas, sostener una tienda que había dado de comer a generaciones de la misma familia, frente a la tentación de una cifra que equivalía a años de beneficios.
Y así me quedé sin mercería. En su local montaron primero una peluquería modernísima, a la que acudieron regularmente muchas actrices famosas hasta que cerca abrieron otra, más moderna todavía. Luego fue una tienda de regalos ecológicos, sin demasiada fortuna, y más tarde un local de terapias naturistas, que empezó ofreciendo masajes y tratamientos naturales y fue ampliando la oferta con clases de zumba, yoga y meditación. Aquel negocio sí tuvo éxito, tanto que se mudó a un local mayor, dando paso a una tienda de ropa de fiesta y trajes de novia de segunda mano que parecía destinada a aguantar, pero cerró de pronto.
El local de mi vieja mercería estuvo vacío casi un año, en la peor fase de la crisis. Luego empezaron las obras, una reforma exprés que no me consintió adivinar qué nuevo negocio iba a enriquecer a un barrio sin mercerías, sin droguerías, sin perfumerías, repleto de peluquerías y tiendas de objetos de diseño.
Hace unos meses se desveló el misterio. Si necesitara comprar una cremallera, en el bazar chino que ahora ocupa el local sólo las encontraría de una clase. Muy malas, pero, eso sí, baratísimas.
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