Caiga el agua que caiga
Su escasez es un problema de gobierno y gestión de los recursos hídricos, tanto en EEUU, como en España, Mongolia o el África Subsahariana
California (EEUU), la séptima economía mundial por valor del Producto Interior Bruto (que es 1,7 veces el de España), lleva ya más de cuatro años de sequía. Pese a las intensas lluvias de marzo, explicadas por el fenómeno de El Niño, especialmente fuerte este invierno, los indicadores de sequía apenas mejoran.
El cambio climático, en realidad, exacerbando la sequía o aumentando las precipitaciones, no explica los retos a los que se enfrentan los ciudadanos californianos y de muchos otros lugares del mundo. Ni siquiera las precipitaciones en sí lo hacen. La escasez se entiende no sólo mirando al cielo sino analizando los modelos de gestión del agua, sea ésta físicamente abundante o escasa. Es el (des)gobierno del recurso lo que realmente explica una sequía y sus impactos.
Richard Howitt y otros investigadores de la Universidad de California en Davis analizaron el pasado año el impacto económico de esta sequía para la agricultura californiana, la más importante en EE UU y en buena parte del mundo. Las conclusiones servirían para cualquier sequía en España: los agricultores muestran mayor resiliencia de la que pudiera pensarse, el agua subterránea proporciona un seguro de facto (cuando y donde existe) y las consecuencias son dispares geográficamente. En todo caso, en California la agricultura representa el 2% del PIB y el 3% del empleo. Es decir, ni siquiera su colapso afectaría gravemente a su economía, aunque sí a la del Valle Central y a la oferta de alimentos en el país: ¿peccata minuta?
Pero la agricultura no es lo más importante que está en juego. Los límites para la economía y la sociedad no sólo derivan de la demanda de agua para riego (un 80% del total), sino de la demanda de agua para consumo humano. No es que esta tenga un enorme peso el consumo total (apenas representa el 12% en California, por ejemplo) sino porque afecta directamente a todos los ciudadanos.
En agosto de 2015, el New York Times se hizo eco de este debate, y en parte lo alimentó. Hubo entonces quien consideró esa serie de mensajes como alarmistas. Es el mismo calificativo que reciben aquellos que enfatizan el hecho de que todavía hoy 663 millones de personas en el mundo (un 48% de ellos en el África subsahariana) carecen de acceso mejorado a agua potable. Argumentan los escépticos que una persona solo puede vivir algunos días sin consumir agua potable y, sin embargo, la mortalidad no es equivalente a esas cifras. Ignoran que las estadísticas oficiales no dicen “sin agua” sino “sin acceso mejorado a agua”. Habrá quien además de incrédulo sea testarudo y crea que este matiz limita el problema casi hasta el punto de hacerlo irrelevante.
Realmente, ese matiz es crucial para entender que el problema en buena parte del mundo es mucho más severo de lo que creemos. Un acceso mejorado a agua potable significa disponer de una tubería, en casa o en la del vecino, tener acceso a grifos públicos, bombear agua de un pozo entubado o de uno excavado y cubierto, disfrutar de un manantial protegido o tener un sistema de recogida de agua de lluvia que impida su contaminación. Es decir, más de 650 millones de personas acceden a agua pero caminando durante horas cada día o a precios abusivos por carecer de los anteriores sistemas de abastecimiento.
Sin necesidad de buscar situaciones extremas —de los 5,9 millones de niños menores de cinco años que mueren anualmente, casi 1.000 al día lo hacen por enfermedades diarreicas debidas a un saneamiento deficiente— es sencillo encontrar lugares donde la escasez constituye una amenaza cotidiana.
Mongolia, en Asia Central, con más de 1,5 millones de kilómetros cuadrados (tres veces el territorio de España), apenas llega a los tres millones de habitantes (casi 16 veces menos). Podría decirse que es un país despoblado, excepto si uno visita Ulán Bator, su capital. Allí se concentra una población creciente que ya supone el 45% de la de todo el país.
El problema en buena parte del mundo es mucho más severo de lo que creemos
El 60% de los habitantes de Ulán Bator vive en suburbios de yurtas, que tradicionalmente eran empleadas solo por pastores nómadas. Hoy se han convertido en las viviendas básicas de los asentamientos informales de la capital. En 1956, sólo el 14% de la población del país vivía en ellas; en 2010, es el 44%. Ahora la población en el área informal de Ulán Bator crece aproximadamente en 40.000 personas anualmente. Estos suburbios de yurtas están mayoritariamente desconectados de la red de agua.
Cualquiera de esas situaciones (en California, en el África subsahariana o en Mongolia), pese a sus diferencias, muestra la relevancia de la escasez estructural de agua o de eventos coyunturales de sequía. En algunos de esos casos, la brecha de financiación es un cuello de botella determinante a la hora de transformar los recursos hídricos (ocasionalmente abundantes, como en zonas del África subtropical), en agua potable. En otros, como California (o España), donde la cobertura de los servicios es universal, es la existencia de incentivos perversos (descontrol sobre el agua subterránea, precios mal diseñados, inversión en infraestructuras pero no para conservar el agua que les da sentido, etc.), lo que explica el impacto de la escasez.
La descordinación de inversiones y políticas, los incentivos inapropiados, los impactos de unos sectores productivos sobre otros o sobre toda la sociedad, muestran una realidad menos complaciente que la que se deriva de pensar que llueve poco. Caiga el agua que caiga la escasez es un problema de gobierno del agua. Resolverlo requiere una cooperación amplia entre sociedad civil y los sectores público y privado para alinear las decisiones individuales y los objetivos colectivos.
Gonzalo Delacámara es director académico del Foro de la Economía del Agua y asesor de la Comisión Europea en Política de Agua.
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