El triunfo de la mediocridad
Giordano Bruno fue quemado por afirmar que había infinitos mundos. Siglos después se han visto centenares de exoplanetas, aunque no hay indicios de vida inteligente extraterrestre
El modelo geocéntrico de Universo ideado por Aristóteles y adoptado por el astrónomo Ptolomeo dominó nuestra sociedad durante siglos. Situar a la Tierra en el centro de todo funcionaba bastante bien si de explicar los movimientos relativos de los astros se trataba, aunque precisara de ingeniosos pero ligeros ajustes matemáticos para entender el movimiento de los erráticos planetas vecinos. Además, encajaba todavía mejor con la ortodoxia religiosa cristiana, situando a la principal creación de Dios, el ser humano, en el ombligo universal. No había de qué preocuparse, ni tampoco pensar más de lo estrictamente necesario. Todo era un magnífico conjunto de esferas perfectas concéntricas hasta llegar al Cielo.
La revolución copernicana alteró el modelo. Conocido es que situó al Sol en el centro de un Universo finito, y relegó a la Tierra a un papel secundario. Ya no estábamos en el centro de todo ni éramos especiales en nada. Algunos fueron más allá de los postulados del precavido astrónomo polaco, como el italiano Giordano Bruno: el Universo era infinito, como infinito era también el número de mundos habitados girando en torno a infinitos soles. El concepto de Bruno no era en sí mismo herético. Fue propuesto en 1584, cuatro décadas más tarde que el modelo de Copérnico, y ya para entonces el danés Tycho Brahe –el astrónomo más reputado de su tiempo– abogaba por su propio modelo a caballo entre Ptolomeo y Copérnico. La Iglesia no se pronunciaba todavía con vehemencia sobre cuestiones astronómicas, pero sí lo hacía –faltaría más– con las teológicas. Bruno negó a Dios como creador trascendente y eso le llevaría a la hoguera por herejía. Sin ningún miramiento, fue quemado vivo en Roma en el año 1600.
El Universo es infinito, como infinito es también el número de mundos habitados girando en torno a infinitos soles
Sin embargo, terminó imponiéndose el modelo heliocéntrico, algo en lo que sabios como Johannes Kepler y, por supuesto, Galileo y sus telescopios, tuvieron mucho que ver. La semilla estaba ya sembrada. Si la Tierra no era nada del otro mundo –valga la ironía–, cabía suponer que otros planetas (y quizás muchos otros mundos rodeando lejanos soles, como había propuesto el malogrado Bruno) podían albergar vida humana. O algo parecido a ésta. Así, el mencionado Kepler especuló sobre cómo sería la vida de los selenitas, Christian Huygens sobre la de marcianos y jovianos, y William Herschel imaginó la cálida realidad de los supuestos habitantes del Sol, entre otros, astrónomos ilustres. La creencia en la vida extraterrestre inteligente no se detuvo entonces ni se ha detenido hoy. Solo “Kepler” (y en esta ocasión nos referimos al satélite del mismo nombre) ha descubierto hasta la fecha más de mil exoplanetas –planetas fuera del Sistema Solar– girando en torno a más de 400 soles, algunos de los cuales podrían albergar algún tipo de vida. Desde Copérnico y Bruno hasta nuestros días, todo parece poder sustentarse en el llamado “Principio de Mediocridad”. Este curioso concepto fue acuñado en 1969 por el astrofísico John Richard Gott. Viene a decir que no hay observadores privilegiados que den cuenta de un fenómeno en un momento dado. En astronomía es fácil de comprender: no somos el centro del Universo, ni la Tierra ni el ser humano son especiales. En consecuencia, la vida extraterrestre será moneda común en el vasto Cosmos.
O no. Las contradicciones acerca de la validez de esta suposición son muchas. Dejando de lado las especulaciones sobre posibles visitas de extraterrestres a nuestro planeta (ufólogos abstenerse), la primera objeción en aparecer fue la religiosa. Aunque hoy la Iglesia admite abiertamente la posibilidad de vida inteligente en otros mundos –Dios es omnipotente y los seres humanos no somos nadie para poner límites a lo que hace o deja de hacer el Creador–, no por ello faltó la controversia: ¿Cristo murió por los pecados de nuestra humanidad terrícola, o por los de todos los posibles seres del Universo? ¿Se encarnó en todos los mundos? A lo largo de los siglos, un buen número de filósofos y teólogos han buscado respuesta a éstas y otras preguntas no menos chocantes para los creyentes. La paradoja anterior enlaza con otras cuestiones similares, sean o no válidas para los creyentes. El “Principio de Mediocridad” puede ser una suposición tan razonable como útil, pero en su esencia asume que el resto del Universo tiene que parecerse mucho a nuestro mundo. El propio Carl Sagan, el mayor impulsor contemporáneo de la idea, admitió abiertamente que la aplicación de este Principio en la búsqueda de vida extraterrestre era, en lo fundamental, un “acto de fe”.
Carl Sagan está considerado por muchos como el astrónomo más influyente del siglo XX, no tanto por lo que hizo o dijo, sino por cómo lo dijo e hizo. Divulgador excepcional, supo sacar partido –siempre en beneficio de la ciencia– de la explosión audiovisual de su tiempo. Junto con otros notables científicos, como Frank Drake, encabezaría el conocido movimiento SETI (acrónimo de Search for Extraterrestrial Intelligence), que pondría en marcha la primera búsqueda sistemática de señales de radio provenientes de otros mundos. Sagan, aupado por la opinión pública, obtendría una notable financiación tanto estatal como privada para sus propósitos, y su obsesión con la existencia de vida inteligente extraterrestre nunca dejó de ser un auténtico quebradero de cabeza para muchos de sus pragmáticos y realistas colegas científicos en la NASA. Lejos de ser quemado en la hoguera, Sagan fue elevado a los altares. Algo habíamos avanzado.
No somos el centro del Universo, ni la Tierra ni el ser humano son especiales. En consecuencia, la vida extraterrestre será moneda común en el vasto Cosmos
Los programas SETI arrancaron en la década de los setenta , pero, hasta el momento, no han conseguido sacarnos de nuestra enorme soledad cósmica. Poco a poco pierden interés y dinero, con alguna exótica excepción, y llevan camino de convertirse en una mera anécdota. Tal vez deberíamos reflexionar de nuevo sobre las irónicas palabras del físico italiano Enrico Fermi, que en 1950, en referencia a la posible comunicación entre extraterrestres y humanos, se preguntó: ¿Y dónde están ellos? Esta pregunta tan sencilla es hoy conocida como la “Paradoja de Fermi”, y da cuenta de la contradicción entre nuestras frustrantes observaciones y la presunta existencia de un buen número de civilizaciones mucho más avanzadas tecnológicamente que la nuestra. Si no aparecen, ¿sacrificó entonces su vida en vano su compatriota Bruno cuatro siglos atrás?
Enrique Joven trabaja en el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). Compagina la ingeniería con la divulgación y la escritura de ficción. Ha publicado dos novelas con la astronomía como eje principal: El Castillo de las Estrellas y El Templo del Cielo , ambas con RocaEditorial.
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