La corrupción española se reconoce en un sospechoso movimiento circular. No ya por el monumento nacional de la puerta giratoria ni por el hallazgo urbanístico de las rotondas superfluas, sino porque el eje rotatorio de la noria concierne a la sociedad entera. La España de la economía sumergida. De la factura sin IVA. Del turismo fiscal. Del amiguismo. ¿Qué hay de lo mío?
Resulta tentador restringir el problema a la clase política
Resulta tentador y hasta supersticioso restringir el problema a la clase política, incluso conviene establecer una jerarquía de la responsabilidad, pero ya escribía el economista italiano Sylos Labini que la corrupción no arraiga en una sociedad sana. Y la nuestra se resiente de la picaresca antropológica, de los resabios posfranquistas, de la falta de ejemplaridad en que incurren las instituciones, la clase política y la Administración.
Es el marjal nauseabundo de las novelas de Rafael Chirbes, entre cuyas referencias totémicas se desprende que no existe cargo de mayor influencia en España que el de concejal de Urbanismo. Y no importa que desempeñe la tarea en una gran ciudad o una aldea. Importa la potestad y el señorío sobre la tierra. Convertir un erial en un campo de golf, arrasar un bosque para erigir un polígono comercial, acordonar el mar con rascacielos.
Gira entonces la corrupción como gira la hormigonera. Y se reparten las comisiones, los favores, los abusos, armonizando la coreografía por castas de los derviches. Ya lo dijo en diciembre el alcalde socialista de Torres de Juan Abad (Ciudad Real): “Toda la vida de Dios aquí se ha contratado a dedo”.
Aquí y allá, podría añadirse desdoblando el mapa de España en un mantel de trilero, de tal forma que la corrupción se observa desde la condescendencia, desde la complicidad y desde la solidaridad.
Lo prueba la escasa repercusión en las urnas de los escándalos. Tienen que ser muy graves o muy pintorescos. O las dos cosas a la vez, como sucedió cuando Carlos Fabra, expresidente de la Diputación de Castellón, inauguró el aeropuerto local sin aviones, asumiendo la obra del disparate como una cuestión familiar: “Mira cómo ha quedado el aeropuerto del abuelo”.
No siendo noruegos ni daneses, nos hacemos los suecos
Va a costarnos mucho esfuerzo a los españoles la mutación en daneses. Es la esperanza de Podemos y de Ciudadanos en la devoción común a la exégesis nórdica, pero las sociedades no pueden trasplantarse. Y la nuestra tiene un problema de transparencia y de civismo. Y de opulencia también. Lo demuestra el ajetreo nocturno y alevoso de las tarjetas black. Un escándalo transversal, sindicatos incluidos, que convirtió a los consejeros de Bankia en depredadores insaciables. Atracaban el cajero con el número secreto. Utilizaban la tarjeta para irse de putas y viajar en metro.
Podríamos ser noruegos si tuviéramos el petróleo de Noruega. Podríamos ser daneses si tuviéramos mayor pudor al asistencialismo y conciencia del compromiso fiscal. O si la tuviera el Estado, cuya predisposición a las amnistías y los indultos de las clases superiores nos ha descubierto últimamente que Rodrigo Rato, artífice del milagro económico español en el jacuzzi de las burbujas inmobiliarias, incurrió, presuntamente, en delitos de evasión, blanqueo de capitales y alzamiento de bienes.
No siendo noruegos ni daneses, los españoles nos hacemos los suecos. Exageramos la corrupción ajena sin reparar en la propia. Y engendramos, vuelta a vuelta, la sociedad mareante de la desconfianza y de la suspicacia, muchas veces mamando del mismo Estado al que hacemos trampas.
La solución requiere tiempo. Tanto tiempo como el aconsejado a un millonario japonés que quiso plantar en su casa el césped mullido, alfombrado, del campo de golf de St. Andrews. “Es muy fácil”, le respondieron. “Plante estas semillas y espere 500 años”.
elpaissemanal@elpais.es
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