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Escalera interior
Columna
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La paz conyugal

Se parecían mucho, pero eso no impedía que discreparan en todos y cada uno de los temas en los que estaban de acuerdo

Almudena Grandes

Siempre se han querido mucho. Nunca habían dejado de discutir.

Más de 25 años de matrimonio podían resumirse en estas dos frases en las que ambos se reconocían por igual, una definición en la que coincidían sus amigos, sus conocidos, sus familiares. Hasta hace menos de un año eran para todos un ejemplo de pareja armoniosa, un incansable dúo de polemistas también.

En lo fundamental, estaban de acuerdo. Los dos eran de izquierdas, los dos republicanos, ambos rabiosamente partidarios del laicismo, de la defensa de los servicios públicos y del Estado federal, enemigos feroces del neoliberalismo, de los recortes y del control del déficit. Los dos votaban al mismo partido desde antes de conocerse, y habrían encajado en la misma casilla si alguien, alguna vez, hubiera contado con ellos para elaborar un estudio sociológico o una encuesta electoral. Se parecían mucho, pero eso no impedía que discreparan en todos y cada uno de los temas en los que estaban de acuerdo, un ejercicio sistemático de disidencia que casi nunca rebasaba la frontera de los pequeños matices.

A veces, él tenía prisa y ella era más partidaria de la prudencia. Otras veces no, y era ella quien proclamaba la necesidad de meter un buldócer para levantar la tierra hasta las raíces, y allanar el terreno, y empezar otra vez desde cero, mientras él se mostraba más conciliador con la tradición que ambos compartían. Pero sus discusiones no se limitaban a la gran cuestión del futuro de la izquierda. También discutían en los pequeños dilemas de cada día, listas electorales, pactos municipales, mínimas controversias formales, a menudo tan ínfimas, tan especializadas, que los amigos que los escuchaban en el bar de siempre ni siquiera entendían por qué él, o ella, se levantaba del taburete, señalaba a su pareja con el dedo y proclamaba que no estaba de acuerdo, que nunca lo estaría. Luego seguían bebiendo, se seguían riendo, se abrazaban, se besaban, se gastaban bromas entre sí o participaban de las bromas de los demás. Siempre había sido así, desde el principio. Siempre, hasta hace unos meses.

Les pilló por sorpresa, como un bálsamo indeseable, una bendición maldita, un inevitable fruto de su edad

Porque hace un par de meses dejaron de discutir. Hablaban mucho de política, más que nunca, y seguían estando de acuerdo en lo fundamental, pero apenas disentían en los matices, y cuando lo hacían, se expresaban con una serenidad, una suavidad recién nacida. Se escuchaban sin interrumpirse, se encogían de hombros, reconocían por fin que quizás el otro tuviera razón, como si ya nada les importara demasiado, como si se sintieran demasiado cansados, demasiado impotentes, en un paisaje que había alterado sus referencias. Eso, siendo sorprendente, no resultaba tan asombroso como sus respuestas a la pregunta más repetida de la temporada.

–¿A quién vas a votar?

–No lo sé –respondía él.

–¿Y tú?

–Yo ni siquiera sé si voy a votar –respondía ella. 

La paz conyugal les pilló por sorpresa, como un bálsamo indeseable, una bendición maldita, un inevitable fruto de su edad, de su fracaso, del fracaso de su proyecto, del de su generación. Hasta entonces nunca se les había ocurrido sentir, ni siquiera pensar que ya eran mayores. Ni siquiera las edades de sus hijos, de cumpleaños en cumpleaños, habían resultado tan demoledoras como las pacíficas conversaciones que sostenían por las noches después de acostarse. Pues yo creo que voy a votar en blanco, mira lo que te digo. Ya, yo también lo he pensado, pero al final no lo haré, sé que al final votaré, aunque si quieres que te diga la verdad, todavía no sé a quién… Luego leían un rato, apagaban la luz y se abrazaban, dormían abrazados como en los buenos tiempos de las interminables discusiones.

Ambos formaron parte del nutrido e inconcreto ejército de los votantes indecisos hasta las 10.30 del 20 de diciembre de 2015. En ese momento, cada uno le comunicó en voz alta su decisión al otro, descubrieron que, por primera vez en sus vidas, no iban a escoger la misma papeleta, y no pasó nada. Fueron juntos hasta su colegio electoral de toda la vida, votaron, volvieron a casa, y su vida siguió pasando, encadenando emociones íntimas, privadas, reformulando su existencia de ciudadanos a secas, militantes sin partido.

Al principio les extrañó, pero se acostumbraron más deprisa de lo que creían. Resistieron por igual la tentación de la nostalgia, aceptaron con serenidad que no eran necesarios, paladearon el placer de opinar con la libertad de quien carece de vínculos inquebrantables y no volvieron a discutir.

Menos mal que no son del mismo equipo de fútbol.

Su amor no resistiría tantísima paz.

www.almudenagrandes.com

elpaissemanal@elpais.es

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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