Josefa de Óbidos, ‘superwoman’ en el siglo XVII
Acaudalada, famosa y terrateniente, dotó al incipiente Barroco de un estilo único Importó de España el gusto por el bodegón y rompió estereotipos Logró cobrar por sus obras y una independencia económica que le crear a su antojo
Reina, santa o date por jodida. En 1661, las profesiones femeninas no daban para mucho más, pero aquel año Baltazar Gomes firmaba un papel a la mayor de sus hijas reconociéndole como mujer emancipada. Josefa de Óbidos ya podía cobrar por sus pinturas y, también, comprar los materiales sin aval paterno. Tenía 31 años. El Museo de Arte Antiguo de Lisboa acaba de exponer un centenar de obras de la genial pintora con las que trataba de desmontar tópicos sobre su personalidad y su calidad artística.
Ni mojigata, ni infantiloide ni mujer casadera. Junto a su padre, Josefa importó de España el gusto por el bodegón, y ella sola, sin influencia familiar alguna, le dio al incipiente Barroco un estilo único y característico de Portugal, el más original de todos, alegre, colorista y rico en ornamentos. Realmente, Josefa de Óbidos es de Sevilla. Hasta la ciudad andaluza se desplazó el portugués Baltazar Gomes Figueira para esposar con la rica Catarina de Ayala Camacho. Allí tuvieron varios hijos hasta que su querencia por la dinastía de los Braganza –reinaba Felipe IV en España y Portugal– y, sobre todo, sus líos judiciales precipitaron que la familia de Baltazar Gomes se trasladara a Óbidos, su tierra portuguesa natal. Josefa, la hija mayor de siete hermanos, llegó con seis años y allí permaneció hasta el día de su muerte, en 1684, así que identifiquemos su patria chica con la firma de sus cuadros: Josefa Ayala de Óbidos.
Josefa de Óbidos murió rica a los 54 años. Dejó establecido que su herencia nunca fuera a parar a manos de un hombre
A mediados del siglo XVII, Óbidos apenas tenía unos cientos de personas, muchos menos de los que recibe hoy en un sábado estival. Iglesias, conventos y callejuelas de su casco antiguo conservan huellas de una época medieval y árabe de cierta nobleza regia. El pueblo resultó ser un refugio perfecto para que una mujer pudiera abandonar fogones o conventos sin levantar ampollas masculinas. La ausencia de un gremio de pintores facilitó el trabajo de Josefa de Ayala. Tampoco la Inquisición criticó sus jesusitos con transparencias ni la sensualidad de sus retratos. “Nunca tuvo problemas”, asegura Joaquim Caetano, comisario de la exposición y estudioso de la vida de la pintora. “Sin duda ayudó que dos de sus hermanos fueran religiosos”. Antes de emanciparse, también ella pasó años en un convento, que abandonó a los 23 sin ordenarse, pero arrebatada por los textos de santa Teresa de Jesús. “Teresa de Ávila era una superstar”, explica Caetano. “Hacía casi un siglo que la religiosa había muerto y, aunque nunca salió de España, su fama se había extendido a través de los conventos”.
Josefa de Óbidos pintó varios retratos suyos, siempre en una actitud sensual o mística. Fuera cual fuese el perfil elegido, no se olvida del detalle de dos pecas junto a sus labios. Josefa coincide con Teresa en la reivindicación de la mujer. En sus visitas a conventos por motivos profesionales, la pintora anima a las monjas a que, sin olvidar el rezo, también trabajen; fomenta las manualidades y la pastelería para que las religiosas consigan autonomía económica, al margen de las dádivas de los feligreses o de la superioridad eclesiástica. Josefa predicaba con el ejemplo; al emanciparse abandonó las miniaturas – gastaba material del padre– y se atrevió con los retablos religiosos, pues ella se pagaba los óleos y cobraba las piezas. Hasta la muerte del progenitor, padre e hija firmaban en común los bodegones, un tipo de pintura inédito en Portugal, que ellos introdujeron con gran éxito artístico y, sobre todo, económico. En su testamento, el padre detalla cada objeto que lega: un frutero, una jarra, una cesta… Objetos que se repiten en cada naturaleza muerta.
Coincidió con Santa Teresa en la reivindicación de la mujer. Pintó retratos de ella siempre en actitud sensual o mística
“Se aprecia a través de los bodegones expuestos cómo la sensibilidad de Josefa va ganando protagonismo”, explica António Filipe Pimentel, director del Museo de Arte Antiguo. “Hay guirnaldas de flores, manteles bordados, dulces; y la técnica de la pintura se complica con más planos de profundidad”. El bodegón es un éxito comercial y cómodo de facturar, pues ni siquiera tienen que salir del taller. Además, por muy religioso que se fuera, siempre es más agradable colocar en casa un cuadro de dulces y perdices que un cristo sanguinolento. En el taller familiar, el bodegón funcionaba casi como una producción semiindustrial. Los precios variaban en función del tamaño del cuadro y del número de objetos pintados; según los limones o peces que quería el cliente, la factura subía.
Firmaban los dos y también gastos y gananciasiban a medias. La emancipación de Josefa significó su rápido ascenso económico, y no solo por el trabajo manual. Invirtió su dinero en comprar fincas de la región; también le gustaban los buenos tejidos y las joyas; en su casa tenía criados y a dos hijas de su hermana, que mantuvo. El dinero no era un problema. A la muerte de su padre, en 1674, 10 años antes que la suya, Josefa de Óbidos renunció a la herencia y al mismo taller familiar. Independizada económicamente, el reto era alcanzar la cúspide artística, y eso solo era posible con el arte religioso, en el que se introdujo gracias a sus contactos con los conventos.
Sus retablos sorprenden por los adornos florales, pero sobre todo por una representación de vírgenes, santos y jesucristos absolutamente alejada de lo que había por entonces. En sus caras no hay rasgos de sentimientos. Son regordetas, sonrosadas, de ojos enormes y bocas pequeñas, en un estado de felicidad infantil que nos recuerda a las postales navideñas de Juan Ferrándiz. Un estilo que durante siglos la crítica menospreció y que identificó con el sexo de la artista. “La dulzura de sus figuras religiosas fue malinterpretada”, explica Pimentel. “Josefa de Óbidos no tiene nada de mojigata ni de infantil y, técnicamente, tampoco era una artista menor”.
Sus vírgenes, sus santos chocan abruptamente con la estética imperante en España, donde la representación casi siempre era dramática. Tras el reinado de Felipe IV, Portugal había restaurado su independencia. El país vivía un periodo convulso, de guerras y hambrunas, de sufrimiento. Josefa de Óbidos decide pintar, libre y deliberadamente, lo contrario de lo que se ve. “Su visión es opuesta al resto, ese es su valor. El drama está en la tierra y ella quiere reflejar el gozo en el mundo celestial”, explica el director del museo. “Las penas ya las vemos aquí, ¿para qué reflejarlas? Ella representa la felicidad que nos espera”.
Y la retrata como nadie. Los meninos, los niños de Jesús, son únicos; unos cuerpos regordetes con tules transparentes, rodeados de flores. “En todos los meninos refleja el sufrimiento que le aguarda, lo que desmonta la teoría de su ingenuidad”, puntualiza Pimentel. En cada menino hay una discreta señal de su futuro: la cinta de su sombrero no es tal, sino una corona de espinas, a sus pies yace un cordero pascual o en su pecho luce un escapulario con la palabra inri. No se trata de una estética femenina, sino de una visión diferente del arte y de la vida que entronca con el misticismo de Teresa de Ávila.
La pintora murió rica a los 54 años. Yace bella, lujosamente vestida y enjoyada. Ropas, piedras preciosas y tierras serán heredadas por sus sobrinas y por las hijas de las sobrinas si las hubiere. En cualquier caso, Josefa de Óbidos deja establecido que su herencia nunca fuera a parar a un hombre.
elpaissemanal@elpais.com
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