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Tribuna
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Los consejos de un banquero ético

Rafael Termes cantaba las virtudes del ahorro, porque sabía que la tarea del banquero no es crear dinero, sino canalizarlo

“¿Un banquero ético?”, me preguntará el lector. “¿Queda alguno?”. Sí, sin duda. Esa profesión ha tenido a menudo mala prensa, pero estoy seguro de que hay muchos altos directivos de instituciones financieras que duermen con la conciencia tranquila –aunque, eso sí, con algo de miedo en el cuerpo, porque el entorno económico, social y político no es tranquilizador. Pero no estoy pensando ahora en un banquero vivo, sino en uno que falleció hace ahora 10 años: Rafael Termes, profesor de Dirección Financiera en el IESE, consejero delegado del Banco Popular, primer presidente de la Asociación Española de Banca, hombre de profundas convicciones morales, gran economista y liberal convencido.

Le recordé hace unos días en una sesión con antiguos alumnos del IESE, con motivo del décimo aniversario de su fallecimiento. Y, mientras hablaba, no podía menos de preguntarme: ¿qué diría Rafael Termes de la reciente crisis bancaria en nuestro país? Me parece que diría algo así como “ya os lo dije yo”. Porque hace ya unos cuantos años invité a Rafael a participar en un seminario organizado por la entonces Fundación BBV, donde nos recordó las virtudes del banquero. Y mencionó unas cuantas.

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La primera, la prudencia, “la virtud característica del banquero”, dijo –y yo pensaba: ¿la practicaron los que crearon la gran burbuja inmobiliaria, concedieron créditos de dudoso cobro y dejaron sus instituciones maltrechas? Y seguía: el recto ejercicio del poder –porque, quiera o no, el banquero tiene poder, el poder que da el dinero, aunque no sea suyo-, la liberalidad, la magnificencia, la veracidad y la transparencia -¿reflejaban la verdad las operaciones fuera de balance, quizás legales, pero opacas, que florecieron en las últimas décadas?-, la austeridad y la templanza –que no son virtudes solo para los ciudadanos de a pie, sino, sobre todo, para los que disfrutan de grandes remuneraciones-, la justicia –que está en la base de la fiabilidad y de la lealtad de los clientes con el banco, porque el banco la tuvo antes con sus clientes-, la fortaleza, la diligencia, la laboriosidad…

“Se pasó el banquero a la hora de exigir cualidades éticas a sus colegas”, me dirá el lector. No. Rafael Termes, que tenía un profundo sentido moral de la vida y de su profesión, no copiaba el índice de un libro de moral, sino que estaba haciendo un examen de su conciencia y de sus deberes para con los clientes del banco, para con la sociedad y para consigo mismo. La ética del banquero es el conjunto de virtudes que debe vivir un buen banquero; es un componente importante de su excelencia como profesional y como persona. Si le faltan esas cualidades, podrá ganar sueldos muy altos, podrá dar grandes beneficios a su banco, podrá tener un gran prestigio, pero no será un banquero excelente. Y no dormirá bien, a no ser que se haya dejado llevar por la ola que nos lleva a pensar que lo importante es hacerse rico en cuatro días, caiga quien caiga.

Alentó la competencia y la modernización en un sector caracterizado entonces por la concentración de poder

Aunque ingeniero de estudios, Rafael Termes era también un gran economista, formado en la más sólida escuela clásica y liberal. Cantaba las virtudes del ahorro, porque sabía que la tarea del banquero no es crear dinero, sino canalizarlo, de los que han gastado menos de lo que han ganado hacia los que necesitan gastar más. Tenía horror al déficit público y a la deuda, porque sabía el peligro que para un país supone un Gobierno que no cuida del orden de sus cuentas. Era defensor del trabajo duro y concienzudo, porque sabía que la riqueza no se crea con manipulaciones financieras, sino en lo que antes se llamaba la economía real.

Alentó la competencia y la modernización en un sector caracterizado entonces por la concentración de poder, la existencia de barreras de entrada y los controles gubernamentales hasta extremos ridículos. Reconocía el papel del Estado en la economía, pero lo limitaba, no por razones ideológicas, sino mucho más profundas: porque conocía el poder creador de la persona, el poder transformador de la empresa, la capacidad educadora del esfuerzo y la responsabilidad y el poder creador del riesgo, que fue el título de su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de España. Y sostenía que todos tenemos que colaborar en el buen desarrollo de la sociedad: también los bancos, no con fundaciones generosas que repartan dinero, sino con el ejercicio responsable de su propio negocio, contribuyendo a la estabilidad de la economía, que, para un buen conocedor de la historia financiera de España, era lo más importante que puede hacer un banquero.

He dicho antes que otro gallo nos habría cantado si los profesionales de las finanzas hubiesen tenido el temple moral, la claridad de ideas y el sentido de responsabilidad de Rafael Termes, cuando las oportunidades de ganar mucho dinero y fácil nos deslumbraron. Y algo mejor habrían ido las cosas si los teóricos de las finanzas hubiesen pensado más en las potencialidades y en las debilidades de las personas, que en la supuesta capacidad de los algoritmos y los modelos teóricos para multiplicar el valor del dinero, sin tener en cuenta que el sector financiero no puede crecer más aprisa que el producto interior bruto, porque es un servidor de la economía real. Bueno, han pasado ocho años desde el inicio de la crisis, y aún nos queda mucho por aprender.

Antonio Argandoña es profesor del IESE.

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